Habitación 136




Vieja, habla tú con ellos, por favor. Diles que estoy cansado, que quiero partir…ellos solo quieren evitar que me muera, no entienden que estar postrado en una cama no es vida. No es justo, ya les di todo lo
que podía darles, porque no piensan un minuto en mí, y me dejan partir. Si tuviera fuerza te juro que yo mismo me sacaría todas estas mangueras y agujas con las que me tienen conectado. No sabes lo patético que es escucharlos hablar de lo que cuesta tenerme hospitalizado ¡Cómo si fuera su plata, mierda! ¡Para eso me saqué la cresta trabajando!, traen a mis nietos, para que vean a su abuelo, cómo si se tratara de algo novedoso, mientras a los niños ni siquiera les importo, sólo sus celulares, que no dejan de prestarle atención mientras duran las visitas. Jacinta, mi hija menor es la peor, me tiene harto con sus lloriqueos melodramáticos cuando están todos, ¡papito no te vayas, no podría soportarlo! – exclamó el martes pasado, cuando el médico los junto a todos, para comentarles de mi estado, lamentablemente para mí, mis células no quieren darse por vencidas y siguen luchando. Vieja, tenías razón, no valía la pena tanto esfuerzo en lograr cosas materiales, al final, se las quedarán todas. Me creerás que Néstor comentaba que se haría cargo de la casa del campo, ya que él era quien tenía más hijos. Paulina le rebatía, que, si fuera por eso, tenía más derecho ya que estudió veterinaria y podía irse a vivir al campo con sus dos hijas, ahora que se estaba separando de Alfredo. Jacinta, les reclamaba como podían discutir por esas cosas, estando yo presente (cómo si les importara) sólo quieren mis bienes. Imagínate si supieran de la cuenta en Suiza, menos mal que te hice caso, y sólo mi hermana sabe de ella. Por suerte ese dinero servirá para ayudar a los niños que sufren de cáncer (creo que es lo único que hicimos bien, amor). Me pides que me calme, que no me altere, que me va a subir la presión, no sabes lo feliz que me haría, que me diera un patatús en este instante. Así dejaría de escuchar los falsos lamentos de Jacinta. No sabría si decirte, si me duelen más mis dolencias físicas, o las decepciones que sufro cada día con nuestros hijos, sobre todo cuando están a solas, el otro día me enteré de que Jacinta es amante de su jefe, ¡imagínate! ese vejestorio debe tener un par de años menos que yo ¡que tiene en la cabeza esta niñita! Él cómo buen abogado le aconseja sobre esto o aquello, el otro día le escuchaba como intentaba convencerla en que luego de la repartición de la herencia, pondrían un estudio de abogados donde trabajarían juntos ¿te das cuenta? todo lo que gastamos con mandarla a colegios caros, le pagamos la mejor universidad y le costeamos el viaje a New York, donde fue a sacar un MBA, para que venga este vejestorio que no le ha ganado a nadie, embauque a nuestra hija para que la breva logre el estudio que nunca logró. ¡Ay, Dios vieja, ¡qué manera de haber hecho las cosas mal! ¿Sigues ahí? A veces tus silencios me matan. Recuerdo nuestros primeros años de matrimonio, no parabas de hablar, sacabas tema de cualquier cosa, hasta de lo más inverosímil ¿supiste que, en Bali, existe el ministerio de la felicidad? Me comentaste en una oportunidad, a mí un empresario exitoso que lo único que pensaba era en cómo ganar más dinero, y vaya que lo lograba, cada negocio nuevo era un estado de éxtasis, inversiones, mover capital de aquí para allá, abrir nuevos mercados, aplastar a la competencia, sí, cómo gozaba cuando caían en mis redes, como una presa, disfrutaba verlos luchar por zafarse de mis garras, mientras yo me deleitaba esperando el momento de darles el zarpazo para sacarlos de circulación. ¿Te acuerdas de Vittorio? ese italiano que en la universidad andaba detrás de ti. Cuando me enteré que pensaba poner un puesto de comida en el campus, me adelanté y le planteé la idea la rector, quien conocía a mis padres y me dio todas las facilidades (sin duda la idea de Vittorio fue buenísima) me llené los bolsillos y él debió abandonar la universidad por no contar con los recursos económicos, hasta le ofrecí mi ayuda (para que veas que no fui tan malo) pero me la rechazó (supongo que de algún modo sabía que le había robado su proyecto). En fin, así son los negocios decía mi padre, quien me heredó la pequeña fábrica de ventanas y vidrios. Nunca imaginé que esa manufactura se convertiría en el inicio de mi gran imperio. Menos mal que esa tarde de otoño, se cruzó ese quiltro en mi camino, al que tú valientemente intestaste salvar lanzándote en su auxilio. Desde ese día, no me separé de ti, fuiste mi cable a tierra. En contra de mis padres nos casamos y nos fuimos al campo, allí Alfred como bautizaste a ese quiltro vivió los mejores años de su vida, después llegaron la mancha un bulldog que cojeaba y cuanto perro que recogíamos en los caminos a la parcela. Me enseñaste a disfrutar de las cosas simples de la vida, lamentablemente no fue suficiente para apartarme de los senderos del exitismo. No sólo te arrebaté a nuestros hijos de tu lado, mandándolos a la capital, sino que los empapé de mis ideas. Nunca imaginé que lo pagaría tan caro, sí lo admito, sé que me lo advertiste más de una vez, y cómo de costumbre no te escuché.

Pero ya ves, llevo tres meses en coma, sufriendo mi calvario, siento que ha sido suficiente, no doy más, sólo pido partir, pero antes necesito que nuestros hijos, sepan todo lo que estoy sintiendo. ¿Dices que verás que puedes hacer? Te lo agradezco. Llega la noche, trataré de dormir ahora.

Menos mal, esta mañana ha salido el sol. ¿Qué día es hoy? Me pierdo entre tanto medicamento, no sé cuánto tiempo pasó. ¿Dos días? Siento que fueron sólo unos minutos. ¿Pensaste en lo que te pedí? ¿Tienes una solución? ¿Quién es ella? ¿Una amiga? Nunca me hablaste de ella…bueno, bueno, quizás lo hiciste y no te puse atención, pero no pongas esa cara. ¿Dices que vendrá a la tarde? Ahh claro, si hoy es domingo, día de visitas familiar. Gracias, trata de venir también.

Cuando todos estaba reunidos con caras de compungidos, una mujer se presentó. Dijo ser amiga de su madre y les traía un recado de su padre. Nadie entendía nada. Por más que más de alguno, quiso manifestarse, su sola presencia los enmudeció.

Partió diciéndoles a todos que su padre escuchaba todo lo que conversaban, que a casa de eso cada día estaba más decepcionado de ellos. A medida que la mujer hablaba, la habitación se fue oscureciendo y una extraña neblina amarillenta fue paseándose entre los presentes, el cuerpo del padre empezó a convulsionar en la cama, todos miraban aterrados, su boca abierta comenzó a agrandarse, de pronto unas  figuras negras parecidas a pequeñas serpientes  comenzaron a salir y bajar por su cuerpo y antes de llegar a sus pies se desvanecían, al mismo tiempo dejaba escapar espantosos sonidos guturales que brotaban como vómitos. Se irguió hasta quedar sentado, entonces una densa forma salió lentamente de su boca, se paseó por su pecho y bajo por el vientre hasta los muslos, en ese momento se desplomó y la espesa niebla se disipó. Nadie podía reaccionar ante el espectáculo que habían presenciado.

La mujer terminó diciendo que su padre les mandaba un ultimátum “Debían conseguir a como diera lugar que en tres días más, su cuerpo descansara en paz, agregó que el bueno para nada del amante de Jacinta se encargue de eso, o de lo contrario, despertaría para firmar un testamento dónde no les dejaría nada a ninguno”. Cuando terminó se acercó al hombre en cama, y le besó en los labios”, esto es de parte de tu mujer -murmuró. El rostro del padre se iluminó y un haz de luz brillante lo envolvió por unos segundos.

Antes de cerrar la puerta tras de sí, logró escuchar todas las emociones contenidas de los presentes, que estallaron en llantos histéricos de los niños, recriminaciones y gritos entre ellos, los que se escuchaban aún en el pasillo. La mujer abrazó a su amiga que la esperaba en el pasillo, y exclamó mirándole a los ojos, va a estar bien, y siguieron caminando abrazadas, mientras enfermeros y personal médico acudía de urgencia a la habitación 316.

 

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La Caja



Raúl era el menor de cinco hermanos. Su madre lo protegió en demasía ya que nació primerizo y fue siempre más débil que el resto de sus hermanos, todos militares, por cierto. Estaba acostumbrado a ser la burla de ellos “el protegido de mamá” le decían en tono burlesco cuando querían molestarlo y si la cosa pasaba a mayores, se burlaban llamándolo “niñita”. Por esta razón, nadie lo tomó en cuenta cuando dijo a todos que estaba aburrido y que se iría de la casa. Menos cuando veían que no llegaba, ni sabían de él en todo el día. Su madre fuera de sí los recriminaba, haciéndolos responsables de lo que le habían obligado a hacer a “Raulito”, cómo solía llamarlo. Su padre, alto jefe del ejército con las manos detrás, los miraba en son de recriminación, mientras movía el pie derecho marcando el paso. Todos parecían consternados, nunca se imaginaron que podía llevar a cabo su plan. Lo cierto es que, con un bolso de mano y una mochila, le vieron salir, e incluso le hicieron señas de despedida, pensando que ese arrebato no duraría ni siquiera el mediodía. No por nada tenía, apenas diecinueve años, con un carácter quinceañero.

Miraba el celular, mientras esperaba su turno para abordar el avión, cuando el extraño anciano, se acercó a él, y masculló entre dientes si podía dejarle esa caja a su cuidado mientras iba al baño. Accedió sin darle mayor importancia, y siguió viendo su celular. No recordaba cuanto tiempo había pasado, y sintió por parlantes la información de su vuelo. Por una serie que había visto en Netflix, había decidido viajar a Estambul. Al principio pensó en hacerse el desentendido y dejar la caja en el asiento, seguramente nadie la tomaría. Faltando diez personas, miró hacia atrás y vio que la caja se mantenía ahí y el anciano no aparecía. Sintió angustia, corrió hacia la caja, la tomó y fue al baño. Al entrar gritó – “señor, se va nuestro vuelo, le voy a dejar la caja en el lavamanos, trate de apurarse. Pero cuando quiso soltarla, esta parecía pegada a sus manos. Pidió ayuda a los presentes, pero sorprendidos por lo que pedía, nadie se le acercó a ayudarle, a pesar de que suplicaba “Por favor, me pueden ayudar a soltarme de esta caja”. Con ella entre sus manos, buscó en todo el baño, pero el anciano no se encontraba. Quizás no lo vi salir -pensó- y se fue corriendo a abordar el avión. Se sentó por suerte para él, al lado de la ventana. Cuando llegó el momento de abrocharse el cinturón, no sabe si fue la vergüenza o el exceso de sudor de la caja, pero pudo soltarla. Armándose de valor, le preguntó a la azafata si había abordado el avión, un anciano que vestía un abrigo negro y un sombrero gris. Ella sonrió, con esa descripción era poco probable que lo recordara. Le comentó que quería devolverle la caja. La joven la tomó y fue preguntando a los pasajeros si a alguien le pertenecía, pero nadie la reclamó. Volvió al asiento de Raúl y se la devolvió. Lo siento, al parecer el anciano que dices, no tomó este vuelo. Cuando lleguemos a destino, puedes entregarlo a nuestra aerolínea, ellos se encargarán de ubicar a su dueño. Apenas le sirvieron el desayuno, apartó unas servilletas para tomar la caja y evitar de ese modo, se le quedara pegada a sus manos. Era invierno, sin embargo, sus manos le sudaban exageradamente. A su lado una mujer mayor le observaba con ternura, y tan pronto se dio la ocasión, inició la conversación, hasta que vio la posibilidad de consultarle, que llevaba en esa caja. No lo sé -contestó abrumado y la metió bajo el asiento y se hizo el dormido. Más tarde se levantó al baño. Y le pidió a la anciana, le cuidara la caja.

Al salir del baño, se sorprendió del alboroto que había en el avión. En el pasillo había un hombre con un arma amenazando a todo el mundo y tenía de rehén a una azafata. Al percatarse de la presencia de Raúl, le gritó enfurecido ¡dónde te habías metido compañero! (¿Compañero?) ¿Quién era ese tipo que lo llamaba compañero, que además llevaba puesta una máscara del Guasón? ¡Vamos muévete! Le dijo de modo prepotente, y le extendió la caja. ¡Ábrela de una vez! Lo seguía increpando, al ver que Raúl no atinaba a nada. Al levantar la tapa, encontró un arma. Sorprendido y asustado quiso arrojarla lejos pero nuevamente la caja estaba pegada a sus manos. Anda ve a la cabina y dile al piloto que cambie de rumbo a la Isla de Madagascar ¿Madagascar? -argullo Raúl. Sí hombre Madagascar, anda ve, no puedo hacer todo yo. Las aeromozas que estaban en el sector de la cabina le miraban aterradas, mientras Raúl caminaba en esa dirección con el arma empuñada. Mil cosas pasaban por su mente, no podía mirar al resto de los pasajeros, sólo podía sentir como exudaban temor. Abrió la puerta de la cabina y sin esperar que ambos pilotos se dieran vuelta, gritó ¡Tengo un arma, hagan lo que les digo y no les pasará nada! ¡Cambien de rumbo, iremos a Madagascar! ¿A Madagascar? Preguntó el capitán ¡Sí, a Madagascar! Pero no tenemos combustible para llegar allá -quiso alegar el piloto ¡Obedezca! Volvió a gritar Raúl. Así se habla compañero- decía el hombre que había iniciado todo esto a su espalda. Se sintió como el avión realizaba un viraje, inclinándose de sobremanera, provocando múltiples alaridos de los pasajeros, quienes argullaban

todo tipo de sonidos y palabras entrecortadas, producto del espanto que estaban viviendo. Por más que trataba de entender que estaba ocurriendo, no podía concebir por qué ese hombre le llamaba compañero, que era lo que quería conseguir, la muchacha que tenía de rehén le miraba aterrada, su expresión demacrada le consternaba. Y ¿si lo amenazaba y hacía que todo volviera a la normalidad? Sí, eso haría. Quiso moverse por el pasillo en dirección del tipo, pero éste le instó a que no se moviera. Buscaba entre los pasajeros, alguien que pudiese detener a ese lunático. Necesito ir en busca de mi medicina que está en mi mochila, debajo del asiento – mintió. El hombre apuntó a la mujer mayor y le dijo que sacara la mochila. Nerviosa, trató de buscarla, pero no había nada. Cuando comentó que no estaba. Raúl, empezó a apuntar a todos los pasajeros ¿Quién tomó mi mochila? Necesito tomar mis medicinas¡Quiero mi mochila ahora! Todo el mundo estaba afligido, miraban en todas direcciones, una mujer al fondo del avión (que al parecer entendió lo que Raúl quería hacer) levantó una mochila y preguntó es esta. Sii, es esa, pásenmela, ya pásenmela gritaba Raúl eufórico. Cuando el hombre se dio vuelta, le hizo una seña a la azafata rehén y esta se agachó, Raúl con dos pasos ligeros, se abalanzó sobre él, ante el griterío histérico del resto de los pasajeros. El hombre se golpeó con uno de los asientos, lo que aprovechó Raúl para quitarle el arma. Enseguida, levantó ambas armas y se dirigió a los pasajeros, para explicarles que no era un terrorista y que soltaría las armas, para que todo volviera a la normalidad. Estaba tratando de bajar los revólveres cuando un tipo gritó -a él- instando que atraparan a Raúl. Ante este escenario, nuevamente tuvo que apuntarle y pedirle que se alejara. Por alguna extraña razón, la gente no creía en él. No sabía qué hacer. Le pidió a la azafata que había usado de rehén que le avisara al Capitán que volviera a su rumbo inicial, tratando de darle una señal a los pasajeros de buenas intenciones. La muchacha corrió a la cabina. Raúl la siguió y pidió a todo el mundo que permaneciera en sus puestos con los cinturones abrochados, mando a las dos aeromozas que se preocuparan que esto ocurriera. La azafata volvió y con su carita demacrada- en voz baja exclamó- no podremos volver, estamos en mitad del océano y no tenemos combustible para llegar a ningún destino ¡Vamos a morir! Raúl, se tomó la cabeza ¡No puede ser! Gritó, una y otra vez, todo el mundo le empezó a gritar para saber que pasaba, entonces la muchacha soltó el llanto y exclamó fuera de sí ¡Vamos a morir, vamos a morir! Se desató un descontrol total de los pasajeros, varios abandonaron sus asientos y fueron hacia la cabina, el capitán estaba parado en la puerta y les dijo, no sacamos nada, el avión capotará en unos 40 a 45 minutos aproximadamente. En eso, el secuestrador del avión volvió en sí. Y comenzó a argullar palabras, Alguien le sacó la máscara y apareció la figura del anciano (que le había entregado la caja a Raúl) Este es el momento pecador de salvar sus almas, están a punto de conocer el camino de la salvación, liberen sus pecados ahora. Despídanse de sus seres queridos, aprovechen sus últimos minutos. La gente enloquecida sacaba sus celulares, y entre llantos, gritos, trataban de comunicarse. La histeria colectiva, se apoderó de todos los pasajeros. En eso, Raúl, gritó, siéntese todo el mundo, apuntando a todos lados. Capitán, este avión debe contar con paracaídas, tráigalos de inmediato. Una de las aeromozas, los sacó de un compartimento, eran seis en total. Raúl, preguntó si había alguna mujer embarazada, y en la fila del medio alzó la mano una mujer. Con la pistola empuñada, le indicó que se acercara, hay adolescentes volvió a preguntar y se pararon más de una docena. Raúl decidió por cinco y les pidió que avanzaran donde se encontraba. Todo ocurría entre gritos, llantos e histeria. Raúl instaba a los jóvenes a apurarse. Le pidió al capitán ayudara a que los elegidos a que se abrocharan los paracaídas y les diera las instrucciones de uso. Acto seguido preguntó a los pasajeros si alguien deseaba quitarse la vida, y ofreció uno de los revólveres. Un silencio sepulcral, se apoderó de los pasajeros. Fue entonces que, desde los asientos traseros, se levantó un anciano y lentamente con su paso cansino se acercaba a Raúl, mientras su mujer lloraba y le gritaba entre sollozos ¡No lo hagas Samuel, no lo hagas amor, te lo suplico!, pero el anciano no cedía en su propósito, ante la desazón de los pasajeros que le miraban consternados por la decisión. Una mujer quiso impedir que continuara, pero le apartó la mano y continuó. Dado que el anciano caminaba muy lentamente, la dramática escena iba encendiendo la angustia y el miedo danzaba como una bailarina por el estrecho pasillo. Una vez que el anciano detuvo su peregrinaje frente a Raúl, le pasó la pistola, le quitó el seguro y le ayudó a sostenerla adecuadamente. El anciano con mano temblorosa llevó el arma hasta su cabeza, cerró los ojos y apretó el gatillo. Su rostro se salpicó de sangre, pero seguía vivo, mientras del cuello de Raúl borboteaba la sangre. No pudiendo resistir la idea que el anciano se quitara la vida, trató de evitarlo, pero en el momento que tomó el arma, se disparó y la bala le atravesó el cuello, sintiendo una clavada ardiente en esa zona. Se llevó la mano y al comprobar como le salpicaba la sangre, se dio cuenta que esta loca odisea llegaba a su fin, trató de mirar a los pasajeros que entristecidos le miraban, lentamente se le nubló la vista, sintió que las piernas le flaqueaban y perdió el conocimiento. Sentía que iba cayendo en un agujero eterno sin fondo. De pronto le pareció escuchar una vocecilla suave de mujer, mientras lo remecía. Creyó volver del más allá, cuando abrió sus ojos y se encontró con la bella aeromoza, que amablemente, le pedía que se abrochara el cinturón, pues estaban próximos a aterrizar.

 

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La Tigresa y el hombre

 


Se internó en la caverna del cerro buscando refugio, sin sospechar lo que le traería el destino. Llevaba dos días sin comer, el agua de la lluvia torrencial era lo único que había ingerido. Sintiendo que ya no podía más, se desplomó en el piso, pero su cabeza no tocó el suelo, quedó apoyada justo en el vientre de una tigresa herida, que yacía antes que él. La hembra emitió un rugido entre molesta y asustada, que le erizó la piel. De un salto se incorporó del susto, la tigresa ni siquiera le miró. Las heridas profundas que le había propinado un oso le tenían a mal traer y su respiración era cada vez más irregular. Afuera la lluvia no cesaba, buscó entre sus cosas un recipiente para juntar agua de lluvia. Mientras se mantenía parapetado en el muro de la caverna opuesto a la tigresa. Tras un rato, tomó una polera y la metió en el recipiente para empaparla, sin pensar bien lo que hacía, se acercó hasta el hocico del animal y estrujó la polera para que el agua cayera y mojara sus fauces. La tigresa se relamió en son de agradecimiento, la acción la repitió un par de veces. Al amanecer, si bien estaba cansado por haber permanecido en vigilia, se animó a usar la misma polera, para limpiar sus heridas. De algún modo, sentía que la tigresa necesitaba de él, por lo que no le haría daño. A pesar de que las rasgaduras de su piel habían sido profundas, ya no sangraban. Se animó incluso a darle de beber con el recipiente. La sentía más tranquila y su respiración menos agitada. Increíblemente, esa tigresa estaba siendo cuidada por él, un contador frustrado que días atrás decidió darle un vuelco a su vida. A sus cincuenta y dos años, luego de dos matrimonios desastrosos, y sin descendencia, había decidido aventurarse a lo desconocido. Por eso tomó este tour de aventura, y al segundo día, en plena selva, decidió por voluntad propia, separarse del grupo, en busca de encontrar una respuesta a su vida. Llevaba tres días desaparecido, y no le importaba si lo estuvieran buscando o no, había lanzado lejos en el río su celular, y una de sus poleras, para que pareciera se hubiera ahogado. Todo carecía de sentido, lo único que lamentaba era el dolor que podía ocasionarle a sus padres, a quienes adoraba. Se sentía tan conectado con la tigresa que, al segundo día, durmió a su lado. Ella posó una de sus patas en la espalda en son de protección. Hacía cosas que nunca sospecho, parecía que era un títere que alguien guiaba, sin saber por qué, se internaba en la selva y cortaba ciertas hojas, luego las molía con piedras, las colocaba en las heridas del animal, que comenzaban lentamente a cicatrizar. En otras, se veía comiendo insectos que le sabían bien. Todo lo aceptaba sin poner objeción alguna. Por las noches se sentaba en la caverna y a la luz de la luna, suplicaba a dios o al universo, o lo que fuera por la recuperación de la tigresa, a la que sentía que amaba cómo nunca había sentido por animal alguno. Ya no pensaba en su vida, en lo que fue su historia, su única preocupación era su tigresa, pasaba horas hablándole, mientras le acariciaba su pelaje. Reina, cómo la apodó mejoraba día a día lentamente, cómo si recuperarse no fuera su ambición. Parecía disfrutar más de la compañía de ese hombre que le demostraba su cariño. Le gustaba las horas en las que él le conversaba, en los momentos que lloraba en su vientre, como si fuera un cachorro asustado. Los días pasaban ligeros a veces, otras parecían detenerse, se diría que a ninguno de los dos le importaba. Uno de los amaneceres, despertó con dos liebres cazadas dejadas en la caverna, sorprendido miró a Reina y la encontró en la misma posición. No pudo ser ella pensó, pero ¿Quién? – se preguntó extrañado. Encendió fuego y ambos comieron a gusto. Era tanta la confianza que ya tenía con la tigresa, que podía meterle las presas en sus fauces sin el menor temor. Una mañana en que volvía con un ave que había cazado, se encontró con la sorpresa que Reina ya no estaba. Sintió una gran desolación, se había encariñado con ella. La espero durante algo más de una semana. Había adelgazado más de la cuenta, pero no se sentía fatigado, la barba y el pelo enmarañado, le recordaron el paso de los días. Así como había empezado su aventura, decidió volver a su vida. Caminó sin destino, hasta caer desplomado en la ladera de un cerro. Dos días más tarde, aldeanos lo encontraron cerca de un camino rural. Algunos contaron que un tigre le arrastraba de su ropa como un muñeco y lo dejó suavemente en el piso al ver la presencia de humanos.

La noticia del hombre y el tigre acaparó la prensa y la televisión. Cuando recuperó el conocimiento en el hospital local, los periodistas de todos los medios querían escuchar su versión de la historia del tigre. Fue en ese momento que se enteró que estuvo veintisiete días perdido en plena selva, y que, a pesar de haber bajado muchos kilos, no tenía señas de desnutrición. Nadie podía explicarse como había sobrevivido tanto tiempo. Fue invitado a varios programas de televisión, dónde ganó lo que nunca había ganado como contador. La leyenda de él y el tigre (nadie supo que era Reina) cobraba más y más relevancia, a pesar de que él lo desmentía. Creo que fue la imaginación de los lugareños, fue siempre su respuesta.

Con el dinero que ganó se dedicó a viajar siempre a lugares donde existía la presencia de tigres. En una ocasión, entró a un bar donde una mujer negra tocaba el piano. Su voz lo cautivó de tal modo, que no se retiró del lugar para esperarla. Al salir del local, la abordó con total naturalidad. Ella no pareció sorprenderle. Caminaron varias horas por el pueblo, sin destino, sin importarles la hora. La atracción que sentían era inmensa. Esa mujer tenía una sonrisa cautivante y unos ojos sinceros que le embriagaban. Se sintió un adolescente. Fue a dejarla a su casa y quedó de ir a verla cantar esa misma noche. Noche tras noche, repetían las caminatas y conversaban como si se hubiesen conocido de toda la vida. Una de esas noches, se animó y la besó. La complicidad de ese beso encendió una llama profunda en ambos. La invitó al hotel, donde se alojaba. La luz de la luna iluminaba la habitación, por lo que decidieron no prender la luz, en la oscuridad de la noche, sus manos acariciaban su piel desnuda, y justo bajo uno de sus senos, se topó con unas cicatrices profundas, entonces sin querer pronunció la palabra “reina”, ella se giró hacia él, con los ojos asustados y suspiró, sólo mi padre me llamaba así, entonces sonrió y luego de besarla, le dijo, bueno ahora tendrás que acostumbrarte, pues por fin te encontré reina mía, y sus cuerpos se fundieron entre besos y caricias.

 

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Matilda

 



Se quedó mirando al vacío, no tenía ánimo de pensar en nada. Su compañera del alma estaba en pabellón en este momento, debatiéndose entre la vida y la muerte. Se sentía responsable. Los sentimientos de culpabilidad le invadían y el escozor de su pecho, le asfixiaba. Ten cuidado con ella que está viejita, le había dicho antes del paseo, Fernanda, como si hubiese sabido que algo iba a ocurrir. La mañana estaba tibia, y el paseo transcurría en total normalidad, en el camino se había detenido a tomar su café de los domingos y a conversar con Vittorio, ese italiano gordinflón donde compraba las pastas. Se hallaba distraído, cuando la voz del asaltante encapuchado se escuchó a su espalda ¡¡¡arriba las manos, entréguenme todo ya!!!!- Grito. Tú (señalando a don Vittorio) mete la plata en la bolsa que le tiró sobre el mesón. Martín quiso voltearse, pero fue amenazado de inmediato a que no lo hiciera, con la pistola apoyada en su espalda, mientras con la otra mano, el delincuente le registraba y sustraía sus pertenencias. Fue en ese acto que la vieja Setter se lanzó contra el hombre y en el forcejeo, una bala atravesó su cuello. El tipo asustado por el chorro de sangre que le saltó a la cara abandonó el local desesperado, subiéndose a la moto de su acompañante que esperaba fuera. Martín estaba en shock, el sonido del disparo aún zumbaba en sus oídos, fue don Vittorio quien reaccionó a auxiliar a Matilda que sangraba tirada en el piso del local. Rápidamente fue en busca de una toalla y le cubrió la herida. Martín al verla casi desmayó de la impresión. Vittorio hacia esfuerzos desmedidos por tratar de controlar los espasmos de Matilda que jadeaba y botaba espuma por su boca, mezclada de sangre, la escena era tétrica, y Martin tiritaba sin saber que hacer, mientras Vittorio buscaba como transportar a Matilda a una veterinaria de urgencia. De las que había llamado, ninguna contaba con servicio de ambulancia o algo parecido. Fue doña Nena, la inquilina del cuarto, quien bajó asustada por el disparo, la que, al encontrarse con la escena, se ofreció para llevarla en su camioneta. Entre Vittorio y Martín, la subieron al pick-up envuelta en una frazada que trajo doña Nena. Avísale a Matilde por favor – suplicó Martin. Si, si vayan no más contestó él. Al tiempo que cerraba suavemente el portalón. A la señal, doña Nena, apretó el acelerador y salieron en busca de la única Veterinaria de turno de la ciudad. Doña Nena como buena feriante, conocía cada hoyo del pavimento, así como los recovecos y atajos. A los pocos minutos estaban en la Veterinaria “Cuatro patas”. Salió a recibirlos un hombre de envergadura gruesa, quien tomó solo a Matilda y la ingresó a Pabellón. Usted debe esperar fuera, dijo – en el momento que levantaba a la canina. Un caminito de sangre quedó hasta la puerta de acceso. Estará bien – dijo- doña Nena. ¿Quieres que te acompañe? No doña Nena, ya ha hecho suficiente. Necesito caminar un poco, me tomaré un café en la plaza que esta a dos cuadras de acá. Avísame como sigue por favor. Si, si, yo le aviso. Un beso en la mejilla y se despidieron. No sintió cuando se alejó. El dolor en las piernas, le tenía paralizado. Con todo, no sabía si el celular se lo había quitado el antisocial, o se le había caído en el local de don Vittorio. Tenía que avisarle a Matilde. Lo haría más tarde. Miró hacia la vereda contraria, y una mujer paseaba uno de esos perros recogidos que algún día fueron callejeros, y se tapó la boca para contener el llanto. Recordó cuando la Matilda llegó a su vida. Fue en un paseo al campo cercano a la ciudad. Fernanda se había torcido un pie y se retorcía de dolor sentada en un viejo tronco.  Llevaban apenas 30 minutos de caminata por el cerro. Justo en ese momento de la nada, apareció entre los matorrales una cachorra Setter. Debe de estar pérdida pensaron ambos y esperaron que alguien la llamara o apareciera en su busca. Nada de eso ocurrió, así que decidieron adoptarla. Por suerte la comunidad del edificio donde vivían aceptaba la tenencia de mascotas. Desde ese día, nunca se había separado de sus vidas. Tenía un poco más de once años formando parte de sus vidas, ya que ambos no podían tener hijos. Pidió un café express y se sentó en las mesas afuera del local. El mozo, le trajo la taza y le preguntó si se sentía bien. Movió la cabeza en son de negación, pero no pudo pronunciar palabra. El hombre se retiró, respetando su silencio. Tras unos minutos pidió la cuenta, encendió un cigarrillo y se dirigió hacia la clínica. No le dieron noticias nuevas, solo lo que ya sabía. Pasó toda la mañana en la sala de espera. Pidió que por favor le avisaran a su mujer.

Fernanda, apareció demacrada en el pasillo, la vio, la abrazó y soltó el llanto como un niño, ¡lo siento, lo siento! Repetía, fue mi culpa. Permanecieron en silencio, hasta que pudo contarle lo sucedido. Su mujer trató de consolarle. Dos horas más tarde, asomó el hombre que había tomado en brazos a Matilda y extendió el collar manchado con sangre y repuso – Lo siento, perdió mucha sangre, no logramos salvarla. Fernanda recibió el collar, mientras Martin sollozaba en su hombro. Momentos más tardes, en una sala impecable, pudieron estar a solas con su vieja compañera y pudieron despedirse de ella. Esta vez, Fernanda no pudo contenerse y abrazada a su cuerpo soltó un llanto desgarrador que inundó la habitación.

 

El departamento los recibió con un vacío que traspasaba las murallas, por todos lados la presencia de Matilda se manifestaba, su mantita por allá, su muñeco de juego, su pocillo de comida y agua, el cojín del sillón que solía morder, etc.

 

A la mañana siguiente Fernanda llamaba a su trabajo, explicando que no se sentía bien y que no iría a trabajar, lo mismo había hecho Martín. Se quedaron en pijamas tendidos en la cama, con los ojos entreabiertos, esperando que apareciera Matilda y se subiera acostándose entre ellos. Estuvieron el resto del día, rememorándola. Contrataron los servicios de cremación y sintieron que habían cerrado el ciclo. Estuvieron taciturnos por varios meses. Una noche volvían del cine, la película que era éxito en cartelera no los había animado como esperaban. De pronto entre las sombras una extraña mujer que divisaron a distancia dejaba una caja de zapatos frente a la puerta de su edificio. Martín le gritó increpándola, pero la mujer dejó la caja y huyó. Asustados no se atrevían a acercarse mucho, pero pasado un rato, la caja comenzó a moverse, y por la tapa asomaron un par de orejas de un pequeño felino. Animados por estar fuera de peligro, se acercaron y al destaparla se encontraron con dos ojos enormes azules. Martín lo sacó de la caja y lo levantó al tiempo que miraba a Fernanda, exclamó en son de pregunta ¿Matilda?   

                                                                                                                                                                          

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¿Milagro?


¡Ahí venían otra vez! ¿Por qué se le aparecían esas figuras? Al principio le pareció una distorsión de su mente, pero el niño, la mujer y el hombre de barba, seguían surgiendo entre las penumbras, como figuras sacadas de fotografías muy antiguas en blanco y negro. La primera vez fue a través del reflejo en un espejo, en uno de los restaurantes de la ciudad.  Lo atribuyó a su imaginación. Luego, se le aparecían como sombras, cruzando la calle, como pasajeros en algún vehículo, la mayor de las veces cercano a su casa. Kayser su perro dóberman, al parecer también los veía o presagiaba su presencia, pues a veces lo veía ladrándole a la nada. Se había comprado una casa en las afueras de la ciudad, huyendo del bullicio y del gentío. Esa casona antigua, rodeada de jardines y árboles, eran el refugio perfecto después de su separación. Los casi veintitrés años casados con Norma, y la docencia universitaria terminaron pasándole la cuenta al parecer a ambos. La conversación para abordar la separación fue tan insípida como la pregunta ¿qué quieres cenar este viernes? Norma, era de esas mujeres que necesitan de una odiosa rutina para levantarse cada día, las veces que buscaba sorprenderla con un panorama distinto, venía siempre la recriminación, debiste avisarme con tiempo, o simplemente esos comentarios que tanto le molestaba por sus muecas y caras de desagrado ¿Ahora? ¿Hoy? ¿No puede ser mañana? ¿y si lo dejamos para…? siempre encontraba un pero, finalmente terminó por dejar de intentarlo y se fue ajustando a su forma, es decir, salir a comer cuando ella tenía ganas, ir a visitar a sus padres los últimos domingos del mes, y acudir de compras a los mismos lugares. La vida de pareja fue quedando en el cajón del olvido como una foto antigua. Buscó refugio en los estudios, vivía tomando proyectos nuevos que lo mantuvieran ocupado, mientras Norma, se quedaba en casa, mimetizándose con el mobiliario de la casa. Por más que le instaba a buscar que hacer, se inscribiera en cursos, saliera con sus amigas u otras cosas, siempre la respuesta era como una receta que no la sacaba de su sitio de confort (junto a sus peludos gatos) las respuestas evasivas siempre eran las mismas, el próximo mes, la próxima semana, cómo si salir de la casa fuera el máximo peligro. Ella era feliz, limpiando la casa, ordenando, cambiando las cosas de lugar y trayendo continuamente maestros ya sea para que instalaran una nueva luz, en algún sector, o bien para que cambiaran la llave del lavaplatos por una más moderna, o una nueva instalación para la lavavajilla que pretendía instalar. La cocina era su mayor refugio, los artefactos relucientes parecían recién comprados, algunos inclusos estaban en sus cajas originales. No lograba recordar cuantas veces renovó los cerámicos o cambio esto o aquello. Cada vez que salía algo nuevo en la televisión, lo quería. El accedía los primeros años a todo, pensando que eso la sacaría de la crisis en la que cayó cuando el doctor le confirmó que no podía ser madre. Pensó que su apego a la casa era un modo de no ver a otras mujeres embarazadas o con hijos, cómo él solía apreciar los primeros años, cada vez que salían.

Algunas veces trataba de sorprenderla y llegaba temprano, pero más que alegrarla, le daban la sensación de importunar, solía decirle ¿y tú, tan temprano por casa? ¿Pasó algo? Mientras sacaba de su delantal el control remoto de la televisión, para apagar una de sus tantas comedias. Para no incomodarla, se encerraba en su estudio fingiendo que trabajaría en casa, al tiempo que ella volvía al sillón de la sala a ver su comedia. Más de una oportunidad salía al pasillo, para contemplarla, Norma era una mujer atractiva, con sus rasgos germanos, sus enormes ojos azules, su cabellera rubia, y su porte que la hacían envidiable. Sin embargo, vivía con un pañuelo en el pelo, y con los malditos delantales (que ella misma confeccionaba). Comía sano, hacia yoga todas las mañanas a mediodía (juntos a sus gatos angoras) los tres machos blancos que costaban una fortuna en sus cuidados (fueron los hijos que no pudo concebir). A pesar de su cautiverio, siempre se le veía con una sonrisa y los años parecían resbalar por su figura. Era muy intuitiva, pasaba horas y horas jardineando, siempre la casa estaba limpia, casi parecía una casa piloto (como dijo una vez una de sus colegas, con un tono sarcástico en alguna oportunidad). Norma no era celosa, y cuando teníamos invitados, se mantenía con su pañuelo y el delantal, feliz cumpliendo su papel de anfitriona. La vida íntima aún más reducida los últimos años, no estaba exenta de limitaciones, la luna llena, su periodo, la alineación de los astros, y lo que más odiaba, era que pedía apagar la luz. Después del acto, solía bañarse, debido a su exacerbado placer de la pulcritud. La noche que decidió poner fin a su relación, fue una conversación fría y plana, donde se limitó a solicitar una pensión y quedarse con la casa, a lo que él accedió. Un mes después se estaba cambiando. Le había embalado todas sus cosas en cajas perfectamente rotuladas. Un beso en la mejilla, como cuando se despedía cada mañana y Norma cerró la puerta, quedándose en su eterno refugio.

Lo primero que hizo junto con comprar la casa, fue hacerse de un perro dóberman que tanto anhelaba. Kayser fue su acompañante desde el primer día, ocupaba un lado en su cama, así como en el sillón del living. Hasta gustaba de tomar cerveza como él, con el pasar de los años. La idea de una compañera era lo más lejano que estaba en su mente, pese a la insistencia de sus colegas y familiares. Una secretaria del departamento de Ciencias y una colega cumplían de vez en cuanto el papel de una cita de sólo sexo. Ese era el trato que ambas habían aceptado. Su vida se estaba convirtiendo muy a su pesar tan rutinaria como la que llevaba con Norma. En más de una ocasión pensó que los años de matrimonio, fueron apagando poco a poco la chispa de su alma. Cristina, a pesar de ser casi quince años menor que él, no lograba despertar en él, algo más. Lo que le gustaba, era que siempre estaba dispuesta, a salir al cine, a comer, o simplemente a tener sexo. Pero, luego del acto, deseaba que desapareciera. Su cuerpo lozano, le recordaba que ya no era joven, que había perdido sus años en la monotonía y abría la desazón de su alma como una daga. Pese a que siempre era un viernes que llevaba a casa a Cristina, nunca pasaron un fin de semana juntos. Decidió alejarse de ella también. Andrea su colega, vino en su reemplazo, vinieron las conversaciones más profundas, los cuestionamientos de la vida, se sentía bien en su compañía. Estaban almorzando en un restaurante italiano, el día que vio por primera vez las figuras.

Después de esa aparición, fue Andrea la que empezó a alejarse de él, aparentemente sin ningún motivo.

Ese sábado parecía uno más que agregar al calendario, pero Norma dejó un mensaje, diciendo que quería verle. Acudió a su casa muy temprano, preocupado. Se quedó perplejo, cuando le abrió la puerta. Su rostro se veía demacrado ¿Te sientes bien? -preguntó alarmado. No, la verdad es que no. Por eso te llamé. Estoy asustada… ¿Por qué? ¿Qué pasó? Hace días que estoy sintiendo en la casa, una presencia extraña, a veces he creído verlos… son una mujer con un niño que parecen venir del pasado… sus formas son muy borrosas y el rostro de la mujer es de una mirada aterradora, y el niño parece pedirme auxilio…con sus ojos llenos de espanto pareciera suplicarme…es aterrador, duermo con la luz encendida, se pasean por la casa, no me dejan tranquila, creo intuir hay alguien más con ellos, supongo que es un hombre, pero no lo he visto. Estoy tan asustada, no logro comer, los gatos maúllan con sonidos sórdidos, y tienen reacciones espantosas, se retuercen, se engrifan y ya no me dejan tocarlos, parecen poseídos. Te llamé porque no confió en nadie más. ¿Puedes quedarte a dormir esta noche? te lo suplico. No sabía que decir, las figuras que describía Norma eran las mismas que a él se le aparecían. No quiso comentárselo, para no alarmarla más. La abrazó y sintió esa sensación de agrado, como cuando recién comenzaron a salir. Ya casi, lo había olvidado. Norma era hija única y era la mejor amiga de su hermana menor. Fue ella quien los presentó. Se venía la fiesta de graduación y Norma no tenía pareja. Él cursaba cuarto año de universidad, y sería mal visto andar en fiestas escolares, pero al verla, se enamoró a primera vista. En la fiesta, tocaron un lento y Norma que se sentía muy atraída, se dejó llevar y apoyó el rostro en su pecho, tal como estaba ocurriendo en ese momento.

Estuvieron todo el día juntos como en los primeros años, primero en el jardín, luego en la cocina, hacían años que no cocinaban, en más de una ocasión se abrazaron de modo tan natural, que ninguno de los dos, lo cuestionó. Cuando fueron a dormir, Norma le pidió la abrazara. El perfume de su mujer despertó el deseo y todo sucedió en forma armónica y natural. Desnudos se quedaron dormidos. Norma no se bañó como antaño.

Dormían plácidamente, cuando las ventanas se abrieron de par en par y comenzaron a golpearse con el marco, Norma encendió la luz y ambos se quedaron aterrados, las figuras entraron por la ventana. La del niño estaba extrañamente algo luminosa y el rostro de la mujer lucía con más calma, sólo el rostro del hombre de barba estaba lleno de ira, emitía unos sonidos guturales de espanto, pero se fue desvaneciendo hasta desaparecer. La mujer juntó sus manos en son de súplica y su rostro fue llenándose de plenitud, hasta desvanecerse. Sólo quedó el niño, este sonrió y extendió sus brazos hacia ellos y desapareció. Las ventanas se cerraron nuevamente y volvió la oscuridad a la habitación.

Cuando despertaron, Norma se levantó al baño y no se reconoció en la mujer que se reflejaba en el espejo. Entonces asustada se dirigió a despertarle y se quedó pasmada al ver que él también no era con quien había dormido. Dio un gritó que lo despertó y cuando ambos se miraron al espejo, sonrieron, el destino les estaba regalando otros veinte años a ambos. Norma le besó con pasión, segura que en su vientre se producía el milagro.

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Joaquin y la vieja maldita

  Joaquín no dejaba de lamentarse, una y otra vez, aunque sus amigos trataran de cambiar el tema, volvía con la cantaleta, cómo si la vida s...