Labios rojos y el sobre




Otra vez ese silencio entre ambos, en medio de una conversación, aún la luz prendida incluso la televisión, sin embargo ninguna bulla podía callar ese silencio, tenía en mi mano el control pero no me atrevía a cambiar de canal, la vista de Lucia perdida más allá de todo plano visual, odiaba cuando adoptaba esa actitud de ausentismo, y se enmascaraba con ese mutismo infernal sin poder entenderla ¿por qué debía entenderla? era siempre lo mismo, primero ese tonito dramático de tenemos que conversar poco antes de llegar a casa, la conversación no podía sostenerse al cenar, no, una y mil veces no, la comida me sabía a pasto seco, aun cuando se hubiese esmerado, ni la copa de vino podía quitar ese amargo sabor, luego venía el recoger la mesa como un ritual de comercial de televisión (eso sí de cine mudo) ¿Te ayudo a secar? Mi estúpida pregunta traía consigo el levantamiento de sus hombros, la mirada pérdida en el infinito y esa mueca de desidia que le encantaba en estas escenitas; ni siquiera soñar que la loza quedara bien secada, antes de que osase guardarla, venía la inspección ocular de sus ojos pérfidos y la consagrada pasada de uno de sus dedos por el borde de algún plato o vaso, la cosa era demostrar que una vez más hacía las cosas mal. El baño que siempre compartíamos, se volvía esta vez por turnos y por supuesto esperaba que yo entrara para instalarse en la puerta a dar resoplidos para que me apurara, cosa que debía hacer sin siquiera chistar, al salir me topaba con sus brazos cruzados a la altura de sus pechos, extrañamente esa postura me excitaba, no me pregunten porque pero así era; en estas situaciones debía doblar la ropa y dejarla bien dispuesta en la silla que me correspondía, todo era así, tu lado, mi lado, no sé en que momento esta mujer se transformó en un ser tan abominable, suerte que los hijos no han llegado, trece años, trágico número si se piensa, pero ya había pasado la picazón del séptimo año, bueno siempre he sido lento para todo quizás me llegó más tarde, pero que cosas digo, si yo no ando buscando a nadie, soy del tipo de hombre que casi paso desapercibido para las mujeres, mediana estatura, algo regordete, bueno está bien, soy más bien gordo, quizás por pasar muchas horas sentado en el banco, donde llevo casi dieciocho años, en ese lugar la conocí. Recuerdo muy bien la primera vez que la vi, esos labios pintados rojo fuego me encandilaron de inmediato, Sergio mi compañero me hizo todo tipo de morisquetas cuando la estaba atendiendo, enrojecí y ella se dio cuenta. Por esas cosas del destino, me quedé con su cédula de identidad y cómo aquel día no volvió, estuve toda la hora del almuerzo aprendiéndome de memoria su nombre y número de carnet, como si se tratara de una diosa o actriz hollywoodense. Al día siguiente volvió por él, cerca de la hora del cierre, almuerzas en el banco o sales a algún lado – preguntó, y dije a veces, pero justo hoy no traje, ah, yo tampoco – sonrió- voy por mi chaqueta, Sergio préstame plata, invité a la labios rojos a almorzar, antes de que dudara, le arrebaté un billete de los grandes de su billetera y salí tras ella, caminamos buscando, mientras el billete se retorcía entre mis dedos por los nervios, pidió comida vegetariana, yo me incliné por una pizza mediana, sin bebida (tuve que retractarme de pedir una Coca-Cola al ver los precios de la carta) para que me alcanzara, es que me gusta disfrutar del sabor de la masa, le comenté mientras iba con la bandeja buscando asiento en el restaurante, Clara la gorda de contabilidad me lanzó una mirada furiosa cuando me vio con ella, al parecer la gorda me tenía ganas, no importa, ahora solo tenía ojos para labios rojos , labios rojos, ese fue el anzuelo de esta serpiente que ahora es mi mujer, cuando entré al banco, Sergio y los muchachos me llevaron al baño para que les contara los detalles sabrosos, debí exagerar un poco -supongo - porque desde ese momento, me llamaron matador y esas cosas que nos decimos los hombres, “se las traía el gordo “escuché a uno de ellos, mientras me contemplaba en el espejo creyéndome todo un don Juan, las noches siguientes me las pasé fantaseando con labios rojos, todos en el banco la conocían por aquel apodo, la veía de gatubela entrando en mi habitación de soltero, nueve semanas y media era una alpargata al lado de mis fantasías, lo cierto es que mientras más la soñaba, menos la veía. Sergio inició las bromas de Pablo Abraira (por lo de pólvora mojada) Hasta que llegó ese espantoso lunes, cuando labios rojos llegó acompañada de un musculin de dos metros, fui el hazmerreír por esa semana, Sergio era el que más gozaba, el cabrón me tenía envidia, cómo iba yo a saber que era su primo, me lo contó después cuando tomábamos un helado en la plaza, no se merecía nada más después de lo que me hizo, labios rojos -pensé - y me quedé meditabundo, que nos pasó, observé mi barriga, y dije no puedo decir que empeoré, pues siempre he sido el gordo, quizás un poco de calvicie, más no justifica esa distancia, en que momentos de la vida comenzamos a ser extraños a desinteresarnos el uno por el otro, quizás sea culpa de la odiosa rutina de la vida de casados, dejamos las sorpresas de los primeros años, por el supermercado, los programas de televisión o los infaltables domingos de “ pidamos unas pizzas para no cocinar” las siestas empiezan a ser separadas, es que me acaloro, o me duele la cabeza, porque a todas las mujeres les dolerá tanto la cabeza, siempre recuerdo a mamá quejándose de lo mismo, o a mi padre diciéndome tu madre está otra vez con esa jaqueca, lo cierto es que por más que uno les recomienda que vayan al médico, dicen ya pasará y eso tarda años, luego de un momento a otro te lo atribuyen a ti, y resulta que antes de conocerte según ellas gozaban de una salud formidable, maldita mierda, justo le toca a uno el periodo que se vuelven achacosas, ¡no es justo ! eso mismo decía mi padre los domingos por la mañana cuando salía enojado del dormitorio en bata, y se vestía luego para salir a trotar; más de una vez le acompañé y me enteraba de cosas que no quería sobre él y mi madre, pobre viejo ahora lo entiendo…salió del baño, camina parsimoniosamente hacia la cama, respiro, miro al techo y veo a mi madre diciéndome te lo advertí, esa mujer nunca me gustó…la observo de reojo y me pregunto ¿qué le veía yo? Estoy siendo injusto, igual no todo fue siempre así, recuerdo esas noches en que labios rojos me extasió de pasión, la foto sobre la cómoda muestra una linda pareja, ya no sonreímos, el trabajo, las deudas, el cansancio diario, el estrés cada vez, mayor; la conversación se inicia con un comentario insulso de una imagen de la televisión, ahí otra vez ese maldito silencio, entonces me entrega un sobre, lo abro tímidamente, veo unos pasajes en avión al Caribe y le pregunto que significa, me los gané en la empresa -replica, entonces sonríe, y aunque no tiene los labios pintados, la veo con sus labios rojos, esos labios rojos de la mujer que me enamoré, suelto el sobre y la abrazo, la beso, ¡Amor esto es lo que necesitábamos! -exclamo de dicha y apago la luz.
               
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Planos





Mirando un punto en la pared blanca de la consulta, intenta evadirse de la realidad, su mente le lleva a una playa blanca (a pesar que disfrutaba más de la montaña) caminando descalzo, como cuando era joven y le daba por aventurar…la brisa del mar, refrescaba su rostro demacrado como los suaves besos de su amante, podía verse al mismo tiempo en la consulta sentado junto a su mujer, quien soltó el llanto tras el veredicto del hombre de la bata blanca y los lentes sin marco. Su pelo platinado, y su voz pastosa le agregaban la frialdad suficiente que se requería en estos casos. Su mujer no se resigna y apreta su mano en son de desconsuelo…consuelo es lo que necesita-dijo para sí- quería estar solo, como en esa playa blanca. Sus pies en la arena, le hacían conciente de estar vivo nuevamente, los seis últimos años sólo Amanda su amante, le había brindado ese tipo de sensación plena. No era la relación típica de un hombre mayor con una mujer más joven, Amanda le superaba por dos años sus sesenta y cuatro, pero se conservaba mejor que él, peso a su contextura gruesa.
Su piel hindú, y ese pelo castaño sin ocultar las canas, le daban un aire de mujer interesante que a él le fascinaba. Fue justamente eso lo que le atrajo, en la Convención Médica de Neurocirugía. Era la vendedora más exitosa del laboratorio que auspiciaba el evento, y de no ser por un error en las tarjetas dispuestas, no hubiera quedado justamente a su lado en la cena del cierre. En los dos días que duró la jornada, casi no se habían visto ¿Quieres beber? Fue lo primero que se le vino a la mente, accedió con su sonrisa seductora. No recordó nada de la cena, sólo el instante en que la lluvia les pilló en el puente del centro de la ciudad, y se mojaron como dos enamorados. Su risa contagiosa, le embrujó de inmediato. La dejó en su hotel, y volvió sintiéndose un adolescente con el número de su celular guardado. Pasaron nueve días, hasta que la llamó. La propuesta de un café pareció razonable, volvería a su ciudad mañana. Abrigo estampado, blusa blanca, falda corte inglés, cartera y zapatos al tono, le daban un aire de elegancia que desteñía con su apariencia de profesor universitario, blue-jeans desgastados, como su chaqueta anticuada, mochila, papeles y libros en sus manos. Sin más recibió la noticia que se estaba divorciando, que logró quemar su garganta más que el café que tragaba en ese instante, le pareció uno de esos momentos en que la vida pide decisiones. Atribulado por el significado de la noticia, una leve arritmia cardíaca lo descompuso, y antes de que pidiera la cuenta, se vio tomándole la mano y declarando su amor adolescente. Ella sonrió satisfecha, y le besó los labios, diciéndole “llámame en tres días”.
Amanda se mudó a la ciudad, arrendó un departamento pequeño y desde ese momento se conformó con esperar su llegada. Al principio sólo eran los miércoles, luego se quedaba un viernes cada diez días. Pasar la noche no se convirtió en un desahogo carnal, como pudiera pensarse. Compartir veladas a la luz de las velas, acompañados de buen vino, cenas sencillas y buena música era suficiente. Por eso la noche del viernes en que la encontró sin vida en la tina del baño, fue el comienzo de su muerte en vida. Una fuga de gas, confirmó el conserje del edificio. Presenció su funeral desde lejos, como una sombra sin vida, tal como en lo que se había convertido. Magda, no fue capaz de notar el cambio, la rutina de sus vidas, seguía su curso impajaritablemente normal. Por eso el apriete de su mano, le parecía tan falso como su llanterío dramático. La secretaria se limitó a registrar la próxima visita, mientras su mujer continuaba con los sollozos y se secaba las lágrimas con un pañuelo de seda. Salieron de la consulta, y antes de entrar en el ascensor, con los ojos entreabiertos volvió a la playa de arenas blancas, el sol reinaba implacable en las alturas. Su piel bronceada le daba un tono saludable, sonrió al pensar en ello. Le habían comunicado la presencia de un cáncer terminal, y él no hacía más que evadirse a una playa, bronceado, lejos del color amarillento que mostraba su piel en el espejo del ascensor. Por el mismo efecto de los espejos dispuestos, se vio reflejado interminablemente y la idea de vidas paralelas se le vino a la mente. Tal vez, en esos momentos vivía en la playa, mientras en ésta moría. Amanda podría estar quizás en otra playa, la imaginó con ropa playera con su pelo enarbolado por la brisa del mar, y se alegró de verla sonriente y feliz. Contempló a su mujer en el espejo del ascensor, se veía desgastada, en silencio le pidió perdón por no haberla hecho feliz y quiso conformarse que quizás le esperaba un hombre en esos momentos en un lugar paralelo que la supiera valorar como merecía. Sin lugar a dudas la vida no se trataba de lo justo y lo injusto, si nos abrimos a la idea de vidas paralelas, Magda, había sacrificado la felicidad de pareja por un pasar tranquilo y una vida plana sin sobresaltos. Amaba su cocina, el orden de la casa y la televisión era su mejor compañera. La salida de los domingos a misa y a cenar fuera, eran su dicha cada siete días, cuantas veces le contemplé preguntándome como podía conformarse con tan poco. Yo apenas la buscaba como mujer, de cierta manera siento que lo agradecía, el lado de su cama, casi no tenía mi olor, sólo las sábanas de mi lado parecían arrugarse, dormía tan rígida que más de una vez creí verla muerta. Quizás su llanto, era más por no sentirse sola que por amarme. Las personas al envejecer se aferran a la compañía. Vuelvo a mi playa, veo las recientes pisadas en la arena, y me dan ganas de correr, correr sin destino, sólo por el placer de correr y sentirme vivo, mientras la mano de Magda me transmite la angustia de mi partida, quisiera complacerla quedándome más tiempo, pero la playa me llama, suelto su mano, y la liviandad de mi cuerpo sano, me impulsa a disfrutar de éste momento, abro los brazos y levanto el rostro con los ojos firmemente cerrados sintiendo como la brisa marina me acaricia y me refresca, el mar me llama, corro como un niño y me sumerjo en sus aguas, mientras alcanzó a escuchar el grito despavorido de mi mujer que ve perderme bajo las olas, el mar revuelto me arrastra, siento una mano que me retiene y me cuerpo se entrega, abro los ojos y el rostro de Amanda me sonríe, me besa y el agua traspasa mi ser, me disuelvo en el mar, y me siento libre la vida me sonríe. En otro plano, Magda, sujeta con desconsuelo mi cabeza, mientras el ulular a lo lejos de la ambulancia tratará de llegar, a pesar que yo he partido.

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El quiltro y la oveja Hampshire Down







Cuando arribé a Magallanes a bordo de un barco mercante, nunca imaginé que terminaría siendo un perro ovejero. Lo cierto es que mi pinta de perro callejero la mayoría de las veces no jugaba a mi favor, apenas recalamos en la ciudad de Punta Arenas, el capitán del navío me puso de patitas en la calle, pese a las súplicas del gordo Luis (el cocinero) quien me había recogido en Angelmo. Tal como les decía, siempre terminaba en lo mismo, debía ir en busca de un nuevo amo. Creo que ese mismo día enfilé para las tierras patagónicas sin conocer por cierto mi destino. 



Un camionero argentino me recogió en el camino, pero duré poco con él, pues su mal olor, y la manía de tirarse pedos me hastiaron a las pocas millas de donde me recogió, Lo cierto es que la pampa me llamaba de un modo singular. Fue así como llegué a la hacienda de don Agustín uno de las más populares de Tierra del Fuego. El recibimiento de mis camaradas pastores ovejeros no fue el esperado, pero la calle, me había hecho bravo. Eran seis rivales que se venían encima, me engrifé del modo más espeluznante que había aprendido y mostré mis afilados colmillos, al tiempo que gruñía con tono agresivo. Eso los amilanó un poco, y algunos detuvieron su marcha, sólo Walter el más viejo de la manada pasó el límite, pues quería dejarme claro que no era bienvenido por no tener la estirpe de los de sus clases. También los perros sufrimos de discriminación, aunque ustedes los humanos no lo crean. No siempre fue así, las diferencias las fueron creando según su conveniencia social. 



Me bastó un pequeño mordisco en el cuello del viejo pastor alemán pasando antes a herir un trozo de su oreja derecha, para hacerle ver que quizás era muy hábil con las ovejas, pero con un perro callejero como yo, tenía que tener mucho más que bravura. El alarido que dio alertó a los inquilinos de la hacienda que salieron de inmediato en su defensa. 



Por cosa del destino, me quedé paralizado, que fue lo que finalmente me salvó la vida. Un muchacho de cabellos rubios bajó de su 4 x 4 con rifle en mano, dispuesto a darme un tiro. Fue el propio don Joaquín, quien lo detuvo. Es bravo - exclamó- sin quitarme la vista de encima. Me gusta, se quedará. Abrió el portalón de su camioneta e hizo un gesto para que subiera, sin dudarlo, obedecí. 



Esa tarde me dieron comida y recibí un baño como no tenía en años. Creí haber llegado al paraíso. 



Un invierno crudo como no hacía en años, terminó por pasarle la cuenta al viejo Walter. Eso dio pie a que empezara a arrear las ovejas. Aprendí rápido. Aunque estaba cómodo algo me decía que no me quedaría para siempre. 



Una tarde, me mandaron a buscar una oveja que se había separado del rebaño, mi amo fue tajante en que fuera cuidadoso, era una oveja de raza Hampshire Down que se encontraba cerca del desfiladero y debía evitar asustarla para que no cayera al abismo. 



Parecía ensimismada, totalmente ajena al balar del rebaño, quise hacer el menos ruido posible. Tenía una luminosidad que no había visto en ninguna de las otras. Me encontraba ya muy cerca, aún con la incertidumbre de que era lo que debía hacer para conseguir que no cayera, cuando giró su cabeza y pude ver sus enormes ojos ausentes. Quedé petrificado. Era una mirada de súplica, de desencanto, de rescate, que no pude entender en ese instante, su real dimensión. Retrocedió lentamente apartándose del abismo, bajó su cabeza con resignación y me permitió llevarla de vuelta al rebaño. Antes de estar con sus pares, me brindó la peor de las miradas, que terminó por desgarrarme el corazón, provocando que me sintiera más miserable como ningún humano me haya hecho sentir. Y vaya que había conocido a muchos, no por nada había nacido en una población muy pobre en la periferia de la capital. Ahí crecí, aprendiendo de golpes, patadas e insultos y conocí la única soga que intentó retenerme. Me demoré dos días en roerla por lo pequeño que era y lo poco filoso de mis colmillos, pero a la primera oportunidad que tuve me largué, para no volver. Busqué refugio en la Vega, ahí los camioneros me fueron adoptando. Me gustaba escuchar sus historias, y con aquel que contaba más aventuras, decidía me adoptara, aunque muchos de ellos no lo desearan. Era hábil para esconderme en las literas, o entre las mercaderías que transportaban. 



Recuerdo la vez, que se me ocurrió colarme en un camión con ganado. Las vacas me lanzaban patadas en cada oportunidad que tenían, malditas bestias -pensaba. El caballo que nos acompañaba, no hacía más que hacerles propuestas indecentes a todas. Eso al menos me acortó el viaje. Para su desgracia, las vacas fueron dejadas en un fundo de Osorno, y nosotros seguimos rumbo más al Sur. Ese caballo sí que contaba historias entretenidas, era todo un semental. Había nacido para ello. No alcanzamos a despedirnos, fui sorprendido por el camionero, que me lanzó lejos contra un cerro. Tuvo que haberme fracturado más de una costilla el desgraciado, pues pasé varios días sin poder moverme. Fue entonces que conocí a Helga una alemana que cuidó de mí. Esa mujer era adorable. Solía sentarse por las tardes en la terraza y conversarme (como si yo fuera una persona) recostada en su hamaca de la vida, siempre en compañía de su mate de plata (se lo había dejado un viajero uruguayo) Aquella alemana si sabía disfrutar la vida. Lástima que enfermó y debió ser internada. Sus familiares se olvidaron de mí. Tuve que emprender nuevamente el rumbo. Supe después que prácticamente murió de pena, cuando no me encontró a su regreso a casa. No les perdonó nunca que me hayan abandonado. Aún ahora que lo recuerdo me da pena, esa mujer fue la humana que más amor me dio. 



Volvamos a la hacienda y a la Hampshire Down. Desde aquel momento mágico no tenía más ojos que para ella. Pasaba pendiente donde estaba y me preocupaba que el Border Collie no fuera tan agresivo con ella, de algún modo deseaba protegerla, sin saber aún por qué. A veces hasta yo mismo le instaba a dejar el rebaño para que se aislara a su mundo. Debo reconocer que yo ni siquiera sospechaba de aquel mundo, pero sin saberlo me sumergí en él. Me enseñó a contemplar el paisaje, a disfrutar el silencio, a disfrutar el poder revolcarme en los pastos y tantas otras cosas más. Sin proponérmelo comencé a dormir fuera de su establo a pesar del frío, sólo para estar más cerca de ella. Me imaginaba paseando por las praderas, silentes, pero a la vez tan cercanos. Cierto día uno de los pastores australianos comenzó a ladrarle de modo agresivo (otra vez se había alejado del rebaño) quise ir en su defensa, pero antes de que pudiera, ella adoptó la actitud resignada y volvió a paso cancino al rebaño. Algo en mi interior me decía que sufría, quería salvarla. Entonces esperé la noche y me acerqué al establo donde la tenían. Me quedé ansioso porque detectara mi presencia y así fue. Por primera vez, vi en ellos un brillo en sus enormes ojos. Le dije que la amaba, que quería escaparme con ella, que saltara la cerca, yo le guiaría a campo traviesa, que confiara en mí, seríamos libres, yo la cuidaría. Una lágrima brotó de sus ojos, pero sólo dijo que me fuera. 

A la mañana siguiente, la busqué en el rebaño y la obligué a que se apartara, pensando que la luz del día le daría el valor que le faltaba. Lo único que conseguí fue un castigo de mi amo, ¡perro loco! ¡Que te sucede! es todo lo contrario lo que debes hacer. Vi en los ojos de mi amada el miedo, cuando mi amo me golpeó con su correa, yo traté de evitar los golpes, más por ella, pero finalmente terminé mal herido. 

Me dejaron encerrado en un galpón. No recuerdo cuanto tiempo estuve. Sólo pensaba en ella y en esos ojos llenos de miedo. Al anochecer, me acompañaba la luz con su cara de plata. En eso la puerta del galpón se abrió, y ahí estaba. Me incorporé como pude y me acerqué pensando que huiríamos juntos, pero venía a despedirse, me pedía que me fuera, no quería que, por su culpa, volvieran a castigarme. Le traté de explicar que me iba a morir de dolor por su ausencia, pero se mantuvo implacable en su actitud. 

Esa misma noche partí. No supe nada más de ella, hasta un mes después, cuando la mujer que ahora me cuidaba leía y comentaba con su esposo una noticia que salía en el periódico local. El hecho no tenía explicación alguna decía el titular, y habría acontecido en horas de la noche en La Hacienda Don Joaquín, donde extrañamente había desaparecido una oveja de la raza Hampshire Down, se descartaba la presencia de pumas o de cuatreros, agregaba el matutino. 

Finalmente, mi amada había decidido ser libre. Esperaré la noche para ir en su encuentro – me dije, mientras mi ama, acariciaba con sus manos gruesas mi corto pelaje. 



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Luchar por la desigualdad



Marchaban por la alameda cantando consignas en contra del gobierno y del Presidente, se sentían felices entre la multitud. Ella cobijaba entre sus brazos a su pequeño con cierto temor, pero estaba dispuesta a acompañar a su esposo en ésta lucha tan desigual...hacía menos de un mes, que él se encontraba cesante, justamente por luchar por los derechos de los trabajadores...tenía la convicción de su juventud de vencer al empresario omnipotente. Abrazando a su compañera, vitoreaba a todo pulmón las consignas y ondeaba la bandera de su país orgulloso de estar haciendo lo correcto. Era una bella tarde de octubre, la gente emanaba una energía positiva, de alegría, de por fin sacarse la opresión de tantos años. El estallido de las manifestaciones del pueblo golpeaban en los ventanales de los edificios céntricos, donde oficinistas aplaudían a los manifestantes y los alentaban a continuar marchando.

De pronto el paisaje quedó enrarecido por el humo de las lagrimógenas, la estampida de la muchedumbre lo empujó y no pudo evitar la caída, siendo pisoteado al caer. Alcanzó a escuchar los gritos de su mujer pidiendo auxilio, mientras era apresada por las fuerzas policiales, intentó incorporarse pero un certero lumazo terminó con él en el suelo nuevamente. Fue tomado de sus ropas, por otros manifestantes para ponerlo a resguardo. El carro policial, seguía arrojando los gases lagrimógenos y la fuerza policial avanzaba. Parapetado bajo un auto, espero el momento para ir en ayuda de su mujer, pero cuando corría en su dirección, el bus policial partió, arrebátandole su mujer y su hijo, entremedio de la bruma espesa de los gases los vio perderse.

Acudió a los medios locales e internacionales, para poder recuperar a su amada y a su pequeño. Golpeó tantas puertas como pudo, en ninguna encontró apoyo. Una tarde cuando una lata de cerveza era su único alimento, la vio bajarse de un carro policial. Desgreñada, sucia, maltratada y con el rostro marcado de dolor sosteniendo entre sus brazos a su pequeño. Corrió a abrazarla, mientras el policía mantenía su arma en la mano. La besó desesperadamente, y no recibió palabras, sus ojos llenos de miedo, impotencia y desazón fueron suficientes. La abrazó con ternura, sabiendo que sus sueños juveniles habían sido castrados, bajó la cabeza ante la mirada de pesar de los vecinos.

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La Tigresa y el hombre

  Se internó en la caverna del cerro buscando refugio, sin sospechar lo que le traería el destino. Llevaba dos días sin comer, el agua de la...