La Tigresa y el hombre

 


Se internó en la caverna del cerro buscando refugio, sin sospechar lo que le traería el destino. Llevaba dos días sin comer, el agua de la lluvia torrencial era lo único que había ingerido. Sintiendo que ya no podía más, se desplomó en el piso, pero su cabeza no tocó el suelo, quedó apoyada justo en el vientre de una tigresa herida, que yacía antes que él. La hembra emitió un rugido entre molesta y asustada, que le erizó la piel. De un salto se incorporó del susto, la tigresa ni siquiera le miró. Las heridas profundas que le había propinado un oso le tenían a mal traer y su respiración era cada vez más irregular. Afuera la lluvia no cesaba, buscó entre sus cosas un recipiente para juntar agua de lluvia. Mientras se mantenía parapetado en el muro de la caverna opuesto a la tigresa. Tras un rato, tomó una polera y la metió en el recipiente para empaparla, sin pensar bien lo que hacía, se acercó hasta el hocico del animal y estrujó la polera para que el agua cayera y mojara sus fauces. La tigresa se relamió en son de agradecimiento, la acción la repitió un par de veces. Al amanecer, si bien estaba cansado por haber permanecido en vigilia, se animó a usar la misma polera, para limpiar sus heridas. De algún modo, sentía que la tigresa necesitaba de él, por lo que no le haría daño. A pesar de que las rasgaduras de su piel habían sido profundas, ya no sangraban. Se animó incluso a darle de beber con el recipiente. La sentía más tranquila y su respiración menos agitada. Increíblemente, esa tigresa estaba siendo cuidada por él, un contador frustrado que días atrás decidió darle un vuelco a su vida. A sus cincuenta y dos años, luego de dos matrimonios desastrosos, y sin descendencia, había decidido aventurarse a lo desconocido. Por eso tomó este tour de aventura, y al segundo día, en plena selva, decidió por voluntad propia, separarse del grupo, en busca de encontrar una respuesta a su vida. Llevaba tres días desaparecido, y no le importaba si lo estuvieran buscando o no, había lanzado lejos en el río su celular, y una de sus poleras, para que pareciera se hubiera ahogado. Todo carecía de sentido, lo único que lamentaba era el dolor que podía ocasionarle a sus padres, a quienes adoraba. Se sentía tan conectado con la tigresa que, al segundo día, durmió a su lado. Ella posó una de sus patas en la espalda en son de protección. Hacía cosas que nunca sospecho, parecía que era un títere que alguien guiaba, sin saber por qué, se internaba en la selva y cortaba ciertas hojas, luego las molía con piedras, las colocaba en las heridas del animal, que comenzaban lentamente a cicatrizar. En otras, se veía comiendo insectos que le sabían bien. Todo lo aceptaba sin poner objeción alguna. Por las noches se sentaba en la caverna y a la luz de la luna, suplicaba a dios o al universo, o lo que fuera por la recuperación de la tigresa, a la que sentía que amaba cómo nunca había sentido por animal alguno. Ya no pensaba en su vida, en lo que fue su historia, su única preocupación era su tigresa, pasaba horas hablándole, mientras le acariciaba su pelaje. Reina, cómo la apodó mejoraba día a día lentamente, cómo si recuperarse no fuera su ambición. Parecía disfrutar más de la compañía de ese hombre que le demostraba su cariño. Le gustaba las horas en las que él le conversaba, en los momentos que lloraba en su vientre, como si fuera un cachorro asustado. Los días pasaban ligeros a veces, otras parecían detenerse, se diría que a ninguno de los dos le importaba. Uno de los amaneceres, despertó con dos liebres cazadas dejadas en la caverna, sorprendido miró a Reina y la encontró en la misma posición. No pudo ser ella pensó, pero ¿Quién? – se preguntó extrañado. Encendió fuego y ambos comieron a gusto. Era tanta la confianza que ya tenía con la tigresa, que podía meterle las presas en sus fauces sin el menor temor. Una mañana en que volvía con un ave que había cazado, se encontró con la sorpresa que Reina ya no estaba. Sintió una gran desolación, se había encariñado con ella. La espero durante algo más de una semana. Había adelgazado más de la cuenta, pero no se sentía fatigado, la barba y el pelo enmarañado, le recordaron el paso de los días. Así como había empezado su aventura, decidió volver a su vida. Caminó sin destino, hasta caer desplomado en la ladera de un cerro. Dos días más tarde, aldeanos lo encontraron cerca de un camino rural. Algunos contaron que un tigre le arrastraba de su ropa como un muñeco y lo dejó suavemente en el piso al ver la presencia de humanos.

La noticia del hombre y el tigre acaparó la prensa y la televisión. Cuando recuperó el conocimiento en el hospital local, los periodistas de todos los medios querían escuchar su versión de la historia del tigre. Fue en ese momento que se enteró que estuvo veintisiete días perdido en plena selva, y que, a pesar de haber bajado muchos kilos, no tenía señas de desnutrición. Nadie podía explicarse como había sobrevivido tanto tiempo. Fue invitado a varios programas de televisión, dónde ganó lo que nunca había ganado como contador. La leyenda de él y el tigre (nadie supo que era Reina) cobraba más y más relevancia, a pesar de que él lo desmentía. Creo que fue la imaginación de los lugareños, fue siempre su respuesta.

Con el dinero que ganó se dedicó a viajar siempre a lugares donde existía la presencia de tigres. En una ocasión, entró a un bar donde una mujer negra tocaba el piano. Su voz lo cautivó de tal modo, que no se retiró del lugar para esperarla. Al salir del local, la abordó con total naturalidad. Ella no pareció sorprenderle. Caminaron varias horas por el pueblo, sin destino, sin importarles la hora. La atracción que sentían era inmensa. Esa mujer tenía una sonrisa cautivante y unos ojos sinceros que le embriagaban. Se sintió un adolescente. Fue a dejarla a su casa y quedó de ir a verla cantar esa misma noche. Noche tras noche, repetían las caminatas y conversaban como si se hubiesen conocido de toda la vida. Una de esas noches, se animó y la besó. La complicidad de ese beso encendió una llama profunda en ambos. La invitó al hotel, donde se alojaba. La luz de la luna iluminaba la habitación, por lo que decidieron no prender la luz, en la oscuridad de la noche, sus manos acariciaban su piel desnuda, y justo bajo uno de sus senos, se topó con unas cicatrices profundas, entonces sin querer pronunció la palabra “reina”, ella se giró hacia él, con los ojos asustados y suspiró, sólo mi padre me llamaba así, entonces sonrió y luego de besarla, le dijo, bueno ahora tendrás que acostumbrarte, pues por fin te encontré reina mía, y sus cuerpos se fundieron entre besos y caricias.

 

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Matilda

 



Se quedó mirando al vacío, no tenía ánimo de pensar en nada. Su compañera del alma estaba en pabellón en este momento, debatiéndose entre la vida y la muerte. Se sentía responsable. Los sentimientos de culpabilidad le invadían y el escozor de su pecho, le asfixiaba. Ten cuidado con ella que está viejita, le había dicho antes del paseo, Fernanda, como si hubiese sabido que algo iba a ocurrir. La mañana estaba tibia, y el paseo transcurría en total normalidad, en el camino se había detenido a tomar su café de los domingos y a conversar con Vittorio, ese italiano gordinflón donde compraba las pastas. Se hallaba distraído, cuando la voz del asaltante encapuchado se escuchó a su espalda ¡¡¡arriba las manos, entréguenme todo ya!!!!- Grito. Tú (señalando a don Vittorio) mete la plata en la bolsa que le tiró sobre el mesón. Martín quiso voltearse, pero fue amenazado de inmediato a que no lo hiciera, con la pistola apoyada en su espalda, mientras con la otra mano, el delincuente le registraba y sustraía sus pertenencias. Fue en ese acto que la vieja Setter se lanzó contra el hombre y en el forcejeo, una bala atravesó su cuello. El tipo asustado por el chorro de sangre que le saltó a la cara abandonó el local desesperado, subiéndose a la moto de su acompañante que esperaba fuera. Martín estaba en shock, el sonido del disparo aún zumbaba en sus oídos, fue don Vittorio quien reaccionó a auxiliar a Matilda que sangraba tirada en el piso del local. Rápidamente fue en busca de una toalla y le cubrió la herida. Martín al verla casi desmayó de la impresión. Vittorio hacia esfuerzos desmedidos por tratar de controlar los espasmos de Matilda que jadeaba y botaba espuma por su boca, mezclada de sangre, la escena era tétrica, y Martin tiritaba sin saber que hacer, mientras Vittorio buscaba como transportar a Matilda a una veterinaria de urgencia. De las que había llamado, ninguna contaba con servicio de ambulancia o algo parecido. Fue doña Nena, la inquilina del cuarto, quien bajó asustada por el disparo, la que, al encontrarse con la escena, se ofreció para llevarla en su camioneta. Entre Vittorio y Martín, la subieron al pick-up envuelta en una frazada que trajo doña Nena. Avísale a Matilde por favor – suplicó Martin. Si, si vayan no más contestó él. Al tiempo que cerraba suavemente el portalón. A la señal, doña Nena, apretó el acelerador y salieron en busca de la única Veterinaria de turno de la ciudad. Doña Nena como buena feriante, conocía cada hoyo del pavimento, así como los recovecos y atajos. A los pocos minutos estaban en la Veterinaria “Cuatro patas”. Salió a recibirlos un hombre de envergadura gruesa, quien tomó solo a Matilda y la ingresó a Pabellón. Usted debe esperar fuera, dijo – en el momento que levantaba a la canina. Un caminito de sangre quedó hasta la puerta de acceso. Estará bien – dijo- doña Nena. ¿Quieres que te acompañe? No doña Nena, ya ha hecho suficiente. Necesito caminar un poco, me tomaré un café en la plaza que esta a dos cuadras de acá. Avísame como sigue por favor. Si, si, yo le aviso. Un beso en la mejilla y se despidieron. No sintió cuando se alejó. El dolor en las piernas, le tenía paralizado. Con todo, no sabía si el celular se lo había quitado el antisocial, o se le había caído en el local de don Vittorio. Tenía que avisarle a Matilde. Lo haría más tarde. Miró hacia la vereda contraria, y una mujer paseaba uno de esos perros recogidos que algún día fueron callejeros, y se tapó la boca para contener el llanto. Recordó cuando la Matilda llegó a su vida. Fue en un paseo al campo cercano a la ciudad. Fernanda se había torcido un pie y se retorcía de dolor sentada en un viejo tronco.  Llevaban apenas 30 minutos de caminata por el cerro. Justo en ese momento de la nada, apareció entre los matorrales una cachorra Setter. Debe de estar pérdida pensaron ambos y esperaron que alguien la llamara o apareciera en su busca. Nada de eso ocurrió, así que decidieron adoptarla. Por suerte la comunidad del edificio donde vivían aceptaba la tenencia de mascotas. Desde ese día, nunca se había separado de sus vidas. Tenía un poco más de once años formando parte de sus vidas, ya que ambos no podían tener hijos. Pidió un café express y se sentó en las mesas afuera del local. El mozo, le trajo la taza y le preguntó si se sentía bien. Movió la cabeza en son de negación, pero no pudo pronunciar palabra. El hombre se retiró, respetando su silencio. Tras unos minutos pidió la cuenta, encendió un cigarrillo y se dirigió hacia la clínica. No le dieron noticias nuevas, solo lo que ya sabía. Pasó toda la mañana en la sala de espera. Pidió que por favor le avisaran a su mujer.

Fernanda, apareció demacrada en el pasillo, la vio, la abrazó y soltó el llanto como un niño, ¡lo siento, lo siento! Repetía, fue mi culpa. Permanecieron en silencio, hasta que pudo contarle lo sucedido. Su mujer trató de consolarle. Dos horas más tarde, asomó el hombre que había tomado en brazos a Matilda y extendió el collar manchado con sangre y repuso – Lo siento, perdió mucha sangre, no logramos salvarla. Fernanda recibió el collar, mientras Martin sollozaba en su hombro. Momentos más tardes, en una sala impecable, pudieron estar a solas con su vieja compañera y pudieron despedirse de ella. Esta vez, Fernanda no pudo contenerse y abrazada a su cuerpo soltó un llanto desgarrador que inundó la habitación.

 

El departamento los recibió con un vacío que traspasaba las murallas, por todos lados la presencia de Matilda se manifestaba, su mantita por allá, su muñeco de juego, su pocillo de comida y agua, el cojín del sillón que solía morder, etc.

 

A la mañana siguiente Fernanda llamaba a su trabajo, explicando que no se sentía bien y que no iría a trabajar, lo mismo había hecho Martín. Se quedaron en pijamas tendidos en la cama, con los ojos entreabiertos, esperando que apareciera Matilda y se subiera acostándose entre ellos. Estuvieron el resto del día, rememorándola. Contrataron los servicios de cremación y sintieron que habían cerrado el ciclo. Estuvieron taciturnos por varios meses. Una noche volvían del cine, la película que era éxito en cartelera no los había animado como esperaban. De pronto entre las sombras una extraña mujer que divisaron a distancia dejaba una caja de zapatos frente a la puerta de su edificio. Martín le gritó increpándola, pero la mujer dejó la caja y huyó. Asustados no se atrevían a acercarse mucho, pero pasado un rato, la caja comenzó a moverse, y por la tapa asomaron un par de orejas de un pequeño felino. Animados por estar fuera de peligro, se acercaron y al destaparla se encontraron con dos ojos enormes azules. Martín lo sacó de la caja y lo levantó al tiempo que miraba a Fernanda, exclamó en son de pregunta ¿Matilda?   

                                                                                                                                                                          

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La Tigresa y el hombre

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