Ahora que ya saben un poco de
Ramiro, les contaré lo que sucedió o estaba por suceder que afectaría su vida
de la noche a la mañana.
Esa noche de septiembre, la
doctora Cancino, no quería irse a casa, a pesar de que su turno había terminado
un par de horas antes, el llanto del alma, le apretaba el pecho hasta casi
asfixiarla. En sus manos temblorosas sostenía el diagnóstico terminal de su
padre, el documento bastante ajeado a esas alturas, luego de tantas veces
haberlo mostrado a sus colegas y especialistas, con la esperanza de que alguien
le dijera algo distinto, pero no fue así. A su padre le quedaban sólo un par de
meses más. No lograba encontrar consuelo, su viejo, hombre de esfuerzo que lo
había dado todo para que ella pudiera recibirse de medicina, ahora se debatía
entre la vida y la muerte y el no poder hacer nada le martirizaba de
sobremanera. No era justa la vida, cuando pensaba que había llegado el momento
de devolver la mano a sus padres, el destino le arrebataba a su querido viejo, aquel
que siempre se postergó por ella y sus tres hermanos. Sacó una copia del
diagnostico y el papel arrugado lo tiró al papelero. Apagó el computador y aún
con los ojos llorosos decidió irse a casa, donde vivían sus padres.
A esa misma hora, doña Gloria y
don Pedro, celebraban el sueño de sus vidas. Después de más de treinta y cinco
años de trabajo en la verdulería que tenían, les permitía realizar el viaje
anhelado por años. A menos de un mes tomarían el crucero de la “Laguna San
Rafael”, algo que habían planeado siendo jóvenes, cuando aún no llegaban los
hijos. Lo merecemos mi amor – decía- don Pedro levantando la copa de espumante
para la ocasión, mientras abrazaba a su compañera y le besaba en la frente,
apegada a su regazo -le respondía- por fin viejo cumpliremos nuestro sueño,
después podremos morirnos en paz… Nooo, nos va a quedar aún, las Torres del
Paine, ya verás -exclamó- con tono complaciente (aunque en el fondo sabía que
no ocurriría) Bailaban abrazados al son de un bolero, la luna porteña, les
guiñaba un ojo y les mandaba un beso de luz que se posaba en la ventana del
living, al tiempo que su noble pastor alemán, les observaba y movía la cola,
alrededor suyo, como intentando bailar con ellos.
Ese mismo día, en horas de la mañana
(para que vean como hechos aislados pueden al final del día pueden
relacionarse) don Camilo, el estafeta de una compañía naviera, realizaba sus
trámites acostumbrados, con el detalle del retiro de un talonario de cheques de
la empresa, como muchas otras veces aconteciera. A sus cincuenta y dos años, se
sentía contento de mantenerse vigente y más por el aguinaldo de fiestas patrias
que le llegaría. Harían el asadito familiar de costumbre, y este año, podrían
tirar toda la carne a la parrilla, como se dice. Iba tan contento que no se
percató del par de motorista que, de un empujón, le arrebataron la mochila y le
botaron en plena calle Esmeralda. Los antisociales se dieron a la fuga
rápidamente. La Naviera quedaba a par de calles, por lo que, sin importarle el
dolor de su rodilla, casi corriendo llegó a dar cuenta de lo sucedido. De
inmediato se avisó al banco, y el talonario quedó bloqueado. En la empresa, le
dieron el día libre y lo enviaron a la casa, que se quedara tranquilo, que
estas cosas pasan, no era su culpa. Preocupado porque no lo fueran a despedir,
se retiró a su domicilio. Se fue todo el camino intranquilo, mirando a todos
lados. Lo recibió su mujer, le preparó un caldito reponedor y lo mandó a
acostarse. Esa noche le costó conciliar el sueño.
Ustedes me dirán que tienen que
ver estos sucesos que les he contado. Paciencia, paciencia. Sigamos.
Por esas casualidades los
antisociales (al darse cuenta de que los cheques estaban bloqueados) tiraron el
talonario cerca de la carpa de Ramiro, quien la encontró muy temprano a la
mañana siguiente. A eso del mediodía, rastrojeando en un contenedor de basura a
las afueras del Hospital Fricke, Ramiro halló el diagnóstico del padre de la
doctora Cancino. Se quedó algo consternado porque el paciente tenía su misma
edad. Una y otra vez miraba el documento, sin darse cuenta de lo que pasaba a
su alrededor. Fue doña Gloria que se percató de su estado absorto, preocupa se acercó
a preguntarle si estaba bien. Ramiro no contestó y le extendió su mano para
mostrar el documento, consternada sólo atinó a decir, luego de llevar su mano a
la boca, no puede ser, es definitivo, él asintió con la cabeza (simulando ser
el afectado) quería jugarle una broma. Las cosas se salieron de control, cuando
doña Gloria corrió a la verdulería, al rato apareció junto con don Pedro.
Ramiro, quiere decir que ¿te quedan sólo dos meses de vida? él hizo el amago de
contestar, pero don Pedro no lo dejó, dinos hombre cual sería tu sueño no
cumplido. No lo sé señor…las palabras no le salían (entre la vergüenza y no
atreverse a decir la verdad, por la broma jugada) nunca pensó que tomaría esos
ribetes. Lo abrazaron con tanto cariño, que no se atrevió a confesar en ese
instante. En los próximos días, la noticia corrió como espuma, y todos no
hacían más que hablar de la enfermedad terminal de Ramiro.
Una de esas noches, doña Gloria
conversando con su marido, le comentó. Sabes amor, no he podido dejar de pensar
en Ramiro, nosotros estamos a punto de partir a nuestro crucero y a él, le
queda menos de un mes de vida. Se me ocurrió que podría ir con nosotros, pero
vieja, tú sabes que apenas nos alcanza para nosotros, no tenemos cómo costear
su viaje, sí lo sé, por eso he estado hablando con otros locatarios y están
dispuestos a colaborar para que Ramiro pueda viajar también ¿En serio vieja?
Si, no te quise decir antes, para no preocuparte, mañana haré la colecta, así
podremos darle la sorpresa para que viajemos los tres este fin de semana. ¡Qué
buena noticia, viejita! la besó, y se desearon buenas noches.
Al día siguiente, todos en el
barrio felicitaban a Ramiro por el viaje, él cada vez más avergonzado (su
conciencia le decía que debía aclarar los hechos) pero la emoción del viaje lo
incitaba a actuar en contrario. Su niño interior, pletórico le animaba y de
algún modo trataba de convencerle que se lo merecía, por todo lo que había
sufrido en su infancia. El viernes antes de su partida, sus compañeros de calle
le tenían preparada una pequeña despedida. Don Alfredo de la botillería del
barrio, les regaló unos pack de cervezas, don Luis dueño de la mejor carnicería
del sector, les obsequió unos kilos de carne y así otros locatarios aportaron
con el resto. Ahí estaban sus amigos de toda la vida, celebrando el gran viaje
de Ramiro. A pesar de sus pasados terribles, los ojos de sus amigos irradiaban una
alegría infantil, de esa no contaminada aún por la envidia. Luego de un par de
cervezas en el cuerpo, y eufórico, se le ocurrió una idea. Se metió en su
carpa, a buscarlo, entre sus pertenencias, sabía que lo tenía guardado, hasta
que lo encontró, ahí estaba intacto el talonario de cheques. Mostrándolo y
agitándolo en su mano derecha, amigos míos, ahora soy yo quien les hará un
regalo, ufano se sentó como pudo sobre una jaba de cerveza. Necesito un lápiz
exclamó el grupo. Fue don Luis quien le acercó una lapicera. Uno a uno, fue
girando cheques a sus compañeros de calle por cantidades inimaginables, los
locatarios presentes, lo vieron como otra de sus bromas, así que le siguieron
el juego. Para ti, vieja Luchita, te regalo dos millones y le extendió el
cheque, que ella emocionada lo guardó en el sostén como lo hiciera antaño su
abuela. La felicidad de esos seres era tan grande que la calle pareció
iluminarse. Los dueños de locales se fueron retirando poco a poco, quedando ese
racimo de viejos callejeros dispersos en los jardines de la avenida Brasil,
acompañados por los infaltables quiltros porteños. Quien hubiese transitado a
esa hora de la noche escucharía risas desbordadas y emociones de júbilo de una
decena de hombres y mujeres quienes por esos momentos se sentían los reyes del puerto.
Medio centenar de personas fueron
a despedir a Ramiro, doña Gloria y don Pedro al bus que los llevaría a
Santiago, donde luego tomarían el avión a Puerto Montt.
Don Ramiro se sentía el ser más
afortunado de la tierra, ya la vergüenza de su mentira había quedado atrás. A
bordo del Skorpio, admiraba como un niño la belleza del paisaje, trataba de
grabarse en su pequeños ojos negros todas las imágenes, tal como si estuviera
viviendo sus últimos días. En el comedor, doña Gloria y don Pedro, se reían de
las noticias. Salía el escándalo que había provocado Ramiro, al girar tanto
cheque a sus compañeros de vida. El banco sólo se limitó a decir que ese
talonario fue robado por unos antisociales días pasados y que la empresa oportunamente
había dado orden de no pago, mientras los indigentes mostraban sus cheques a
las cámaras y exigían los millones que su amigo Ramiro les había regalado.
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