Hasta el último día


¿Amaneciste enojada, hoy? Debo suponer por tu silencio que sí. Pero, esta vez no voy a caer en tu juego, no esta vez. Anoche fue la última que soporté tus arrebatos. Te ríes, como siempre con esa sonrisa sarcástica que dibujas en ese rostro platinado, como tu pelo, que digo, si toda tú, eres toda platinada. Hasta te maquillas así, como si no existiesen otros colores. Bueno, que alego ahora, si fue eso lo que me atrajo al conocerte, esa expresión de ausentismo, de frialdad, de tristeza, en una muchacha de veintitrés años, terminó por atraparme. Sí, no frunzas el ceño, para que veas, que yo aún recuerdo aquella tarde en que nos conocimos, hace más de 40 años. Me esforcé durante todo este tiempo, en tratar de quitarte ese color sombrío, pensé que con mis atenciones, mi incondicional preocupación por ti a cada instante, iba a iluminarte, liberándote de ese tono mustio, que hablaba de tristezas pasadas. Pese a todos mis esmeros, tú nunca quisiste abandonar el recuerdo ingrato de tu primer marido; y aunque te dejaste querer, siempre estuviste amarrada con cadenas tan fuertes, que todo mi amor no fue suficiente y naufragué en el intento. Luché, bien sabes como luché por conquistarte. No dudé en trabajar y escalar posiciones, para rebosarte de cuidados. Te llevé de viajes como me fue posible, me desmedía en regalos, en darte esto y aquello, pero tus escasas sonrisas, quedaban impresas sólo en algunas fotografías de las ciento que te tomaba. Al regreso, volvías a tu encierro en esta casona, y más aún, a tu calabozo de recuerdos, donde te condenaste con cadena perpetua. Me obligaste incluso a renunciar a tener hijos, todo lo acepté por complacerte. Y así hubiese continuado, si de tanto fracaso, no me hubiese fatigado, quedando incluso sin fuerzas, para buscar un nuevo amor. Me quedé a tu lado, viendo como cada noche te dormías, y amanecías como mi muñeca que tanto adoraba. Sí, una muñeca, eso eras para mí, mi muñeca aterciopelada con mirada ausente, que me instaba a luchar, a creer que el amor lo podía todo, y que al mínimo resplandor de tus ojos, me transportaba por los delirios de mi enfermo amor. Ahora que lo pienso, esa es la mejor definición, enfermo amor, o debería decir, amor enfermizo, o quizás me enfermé con la obsesión de lograr que tú me amaras. Nuevamente dibujas esa mueca, haciéndome sentir aún más torpe, un pobre mentecato que perdió su vida en tratar de robarte algo de cariño, tan ausente en ti, mujer que ahora aprecio enferma. Lamentablemente, fui contagiado con tu veneno, y bebiste hasta el último hálito de mi benevolencia, me usaste todos estos años, para mantenerte presente en esta vida, de la cual te ausentaste a tus veintitrés años, cuando aquel que tú amabas, lo encontraste en los brazos de tu hermana. Aquel día, tu alma se murió, y vagaste por la vida, como una muñeca de cristal, hasta que te atravesaste en mi camino. Maldita bruja, porque me elegiste a mí, porque dejaste que me fuera consumiendo en pro de tu miserable vida, más encima no contenta con ello, me obligaste a que fuera yo él que te hiciera partir, y aquí muerta a mi lado, te observo con ese tono platinado y esa sonrisa sarcástica, como gozando que hasta el último día de tu despreciable vida, me usaste para tus propósitos.


****

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La Tigresa y el hombre

  Se internó en la caverna del cerro buscando refugio, sin sospechar lo que le traería el destino. Llevaba dos días sin comer, el agua de la...