Desconocidos que comparten, el mismo vagón del tren de la vida

                                     


                                       


El silencio nocturno se apoya en el borde de mi conciencia, mientras mi imaginación me toma de la mano y me conduce por un bosque de incertidumbres. A la distancia el ladrar de los perros, por un par de borrachos que discuten en la calle, me parece tan lejano, cómo si yo no estuviera presente. Me recuesto en el pecho de mi amada y la calma vuelve a mí, como un suspiro del más allá. Cierro los ojos, me veo desnudo hundiéndome en un gran lago, a medida que las aguas frías me van envolviendo, voy perdiendo la conciencia, el lago desaparece y se transforma en un desierto. El sol golpea mi espalda y me lame la cabellera cual lengua larga y áspera que me hace daño, a pesar de ello, no interrumpo mi andar sin rumbo. Un hermoso corcel blanco me mira impaciente desde la llanura y emprende su galope hacia mí. Su estampa es enorme y me invita a montarle. Lo hago como si fuera un quinceañero y supiera montar (cosa que en mi vida he hecho y menos en pelo), abro mis brazos como queriendo abrazar el mundo, la brisa acaricia mi rostro y el sol se ha vuelto más benevolente conmigo. El caballo danza entre las dunas con una habilidad sorprendente, cierro los ojos, yergo mi rostro al cielo y me abandono al placer. Después de un rato, el corcel detiene su galope, me enfrentan cinco jinetes con vestiduras negras a rostro cubierto, al parecer son árabes. Me hablan a gritos y amenazantes cosas que no entiendo por el idioma y eso parece enfurecerles más. Apuntan con sus rifles y siguen gritando. Con las manos en alto, trato de explicarles que no les entiendo. De pronto y en un acto involuntario, golpeo con los talones el flanco de mi caballo para salir al galope huyendo, mientras los hombres me disparan y me persiguen. Me río como cuando niño y mi padre jugaba conmigo a las persecuciones. Esos momentos eran los más felices de mi vida, sobre todo cuando me abrasaba o se revolcaba conmigo donde me atrapaba y me colmaba de besos, al tiempo que mi madre desde la cocina, nos llamaba la atención. Esos domingos eran perfectos, los tres juntos, el almuerzo especial, los juegos con mi padre, y la siesta con la ventana abierta, dejando que el frescor entrara. Yo no tuve la suerte de ser padre. Ángela no puede, después de varios años de intentos, frustraciones y culpas, las cosas no se dieron, y dejamos de buscarlos. Ahora lo más parecido a un hijo, es el viejo pastor alemán que nos encontramos en una de nuestras caminatas. Publicamos su foto, en las redes sociales y le preguntamos a los vecinos, pero nadie lo reclamó. Cómo si de algún modo, él hubiese tenido por destino, hacernos compañía. Ahora está viejo, y comparte nuestros achaques. Las vueltas que damos en las tardes son cada vez más cortas, se cansa, sus patas traseras ya no le responden como antaño, es parte de la vida nos dijo el veterinario, en su última visita. Ángela se queja, se mueve y dice que me corra, es tarde reclama, queriendo dormir. Ahora sólo dormimos juntos. Recuerdo cuando me la presentó Jorge un compañero de trabajo en el ascensor, ella trabajaba dos pisos más arriba, en un estudio de abogados.

Desde ese momento, la esperaba para almorzar y a su salida. Tomados de la mano, recorría la ciudad de un extremo a otro, lo único que importaba era estar juntos. Cuando empezó a quedarse en mi departamento, nos consumía la pasión. Con el tiempo, la pasión se fue distanciando de nuestros cuerpos cansados y nuestras mentes colapsadas. Todo se va tornando indiferente, y así sin darnos cuenta, ya nos miramos como desconocidos que comparten, el mismo vagón del tren de la vida.

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