El vapor de mi taza de té me hace
divagar, como cuando era niño y necesitaba un momento de evasión, entonces en
el patio de la casa de la abuela subía al damasco a contemplar el vuelo de las
aves, para imaginarme ser una de ellas y planear por los cielos sin límites. Quería
de algún modo entender este momento. Su interpelación, me estallaba en la
cabeza. Quién iba a pensar que a mi edad iba a estar pasando por estas
circunstancias. Una buena mujer me recriminaba ofendida el hecho de que no la
mirase como tal. No me salieron las palabras, me sentí acosado como un
adolescente, incapaz de poder explicarle que la quería sobre todas las cosas, y
que ese mismo sentimiento me impedía pensar en tocarla. Una taza de té sin
azúcar, fue lo que pedí me trajeran, necesité un tobogán de minutos para volver
a mi infancia y sentir ese amargo sabor en mi boca, cuando mi madre no tenía
dinero y nos decía “tecito sin azúcar no más” con un tono, que no admitía el reproche
de sus cinco hijos. Siendo el hermano mayor y único hombre, me tocó apoyarla y
cuidar de mis hermanas menores, mientras fueron niñas. Puedo evocar las tardes de
invierno acompañándola a dejar la ropa que lavaba los fines de semanas. Mis
hermanas se repartían las labores de doblado y planchado. Eloisa la menor, ajena
a nuestra realidad, solo jugaba con sus muñecas (como si supiera lo que le
deparaba el destino) A los quince quedó embarazada, y mi madre se la entregó a
aquel hombre veinte años mayor. Aquel día llovía, como si el cielo entero fuese
cómplice de la pena de mi madre. Esa noche después de cenar, con la vista
pegada en el plato como si estuviera orando exclamó – “una boca menos”
dijo con su voz pastosa, y nadie dijo nada.
Ninguna de mis hermanas tuvo una
buena vida, maridos bebedores y golpeadores, las persiguieron como una
maldición, la misma que siguió a mi madre por años y que tuvo que soportar por
nosotros. Hasta el día que cumplí quince, ya con la fuerza suficiente para
sostener el hacha me enfrenté a mi padre en el comedor. Vio mis ojos tan llenos
de odio y decisión, que no tuvo más opción que marcharse. Lo hizo esa misma
tarde, y mi madre nunca más lloró.
Tal como se lo prometí, la
acompañé hasta el final de sus días, mientras en el curso de los años contemplaba
a la distancia, los tristes destinos de mis hermanas. La mayor murió de cáncer a
los 45 años, fue la última vez que nos vimos. Me dio lástima, verlas tan apagadas, tristes y envejecidas, sentí compasión. La misma que me llevó a recibir a
Teresa, un día de verano cuando llegó con su pequeña en brazo, casi
desfalleciente. Llevaba casi veinte horas huyendo a campo abierto de su marido.
Me pidió refugio. La casa de los abuelos por parte de mi madre (que me fue
heredada) era amplia. Le dije que podía ocupar una de las piezas que antaño
ocuparon mis hermanas.
Desde el primer momento vi en Teresa
el reflejo de ellas y la cuidé y protegí, como me hubiesen gustado que alguien
lo hubiera hecho con las mías. Un día su marido, logró dar con su paradero,
entonces lo enfrenté, con la misma hacha que sostuve de muchacho contra mi padre.
No fue necesario llegar a más, la maldijo de mil formas, pero se alejó. Desde
ese día, se desvivía por atenciones para mí (a pesar de que yo insistía que no
era necesario) Me obligaba a cambiarme de ropa y se preocupaba de lavármela,
cocinaba y mantenía la casa limpia. Por las tardes, me gustaba fumar tabaco contemplando
el crepúsculo y me quedaba hasta tarde junto a mi perra. Una de esas veces me
preguntó porque nunca me había casado. Le conté parte de mi historia y que la
vida me había encargado el cuidado de mi madre y de mis hermanas cuando joven,
por lo que no tuve tiempo para pensar en una mujer (Las necesidades de hombre,
las descargaba en los burdeles del pueblo, claro que eso no hubo necesidad que se
lo contara, lo dio por sentado) Después ya me sentía demasiado viejo para esas
cosas. Cualquier mujer estaría feliz de ser su esposa me respondió antes de
irse a acostar (Debo ser sincero, que no le tomé mayor asunto al comentario en
su momento) Con el pasar del tiempo, me fui acostumbrando a su compañía y a su hija.
Sin proponérmelo, comenzamos a parecer una familia. Sobre todo, cuando la niña tuvo que ir a la escuela. Al principio su madre iba a dejarla y buscarla,
luego decidí acompañarlas y todo el mundo comenzó a hablar de nosotros. Teresa se
tomaba del brazo, y la niña se aferraba a mi mano. Los vecinos me saludaban contento de que hubiese encontrado
una mujer al fin. Yo dejaba que la gente pensara así, me hacía sentir bien. Era una buena mujer, pero yo la quería como una hermana. Pero el diablo metió
su cola, e hizo enfermara de gravedad. La fiebre la consumió por tres días
seguidos, fue entonces que me di cuenta que su presencia me importaba más de lo
que pensaba. El médico me recomendó extremo cuidado y reposo. Me tocó atenderla
(con la misma dedicación que lo hiciera con mi madre) y disfruté hacerlo.
Casi sin pensarlo, mis labores se
fueron resumiendo sólo a su cuidado. Patrón, vaya a atender el campo- me decía Gertrudis
(mujer que me ayudaba con las cosas de la casa) Con el paso de los días, me fui
acostumbrando a contemplar los atardeceres en compañía de Teresa, mientras
Matilda se quedaba dormida en mis brazos. Me decía que, si Matilda llegara a necesitar
de un padre el día de mañana, no podía haber uno mejor que yo. Me parecía un
halago, yo solo sabía de la crianza de animales, muchas vacas y yeguas habían
parido con mi ayuda. Hasta la negra, esa perra que llegó flaca y desnutrida,
tuvo cachorros. La mayoría de ellos aún me acompañan. He sido hombre de campo,
medio bruto, medio ignorante, pero que sabe bien de llevar un campo. En eso, no
me la ganaba nadie. Mi madre siempre me lo recalcaba, no hay nadie que sepa
trabajar mejor la tierra que tú Moisés (me puso así, por el profeta, era muy
apegada a la religión)
Un día Matilda, llegó del colegio
sombría. Yo no sabía mucho de cosas letradas, pero en cosas mundanas era hábil
y astuto como un zorro viejo, de inmediato me di cuenta que algo pasaba. La
encaré en su habitación a solas. A la mañana siguiente, la llevé al colegio, y
el hachazo que quedó marcado en medio del escritorio de su profesor de
matemáticas, fue el mensaje para cualquiera que quisiera ponerle un dedo. No
contaba, eso sí, que Teresa me estuviera esperando, para reprenderme. No puedes
andar arreglando las cosas con el hacha Moisés, debes aprender a comunicarte de
otra forma. Me lo dijo con tanta dulzura, asentí como un niño , y la guardé
en el establo (y nunca más volví a ocuparla, salvo para cortar madera)
Los días transcurrían simples, me leía novelas que me hacía comprar cada fin de semana en el
pueblo, me sentía un hombre distinto al lado de Teresa. Sin embargo, pese a todos mis
cuidados y a los remedios caseros de doña Gertrudis y otras doñas, Teresa no se
recuperaba. Una tarde, me pidió que hiciera una gran fogata en el patio. Reímos,
bebimos como nunca, hasta a Matilda le dio por bailar. Antes de la medianoche,
la acompañé a su dormitorio, se mostraba cansada. Sin mediar ningún preámbulo,
me preguntó si en todos estos años, no hubo ni siquiera un día, en que yo la
hubiese mirado como mujer. A mi negativa, prosiguió – ¿me encuentras muy fea, o
soy poco atractiva? yo he tratado de arreglarme para ti…lo sé la interrumpí y
te lo agradezco, pero es que con el tiempo no estoy seguro muy bien de lo que
siento por ti, no sabría distinguir si es amor, cariño o costumbre, pero sé que
es muy especial lo que me provocas. Y entonces ¿por qué nunca me has buscado
como mujer? – preguntó molesta. Porque te respeto tanto que no podría
tocarte…repuse. Ah claro, pero para revolcarte con las cochinas del pueblo sí
que puedes ¿qué tienen ella que no tenga yo? dime Moisés – replico mucho más enrabiada.
La diferencia Teresa es que tú para mi eres una mujer especial, digna de mi
amor, de mi admiración, de mi respeto y por eso no debo tocarte…Esa noche la vi
desilusionada, por más que quise explicarle mi posición, se sintió despreciada.
Los siguientes días, casi no me hablaba. Gertrudis pasaba el mayor tiempo con
ella, y también me miraba con reproche. Hasta Matilda, me manifestó su
desprecio. Comencé a volver a mis tareas del campo, para ocuparme y que mi
cabeza no me aturdiera. Entonces, fue cuando mandó a llamarme.
Quisiera pedirte perdón Moisés,
me dejé llevar por las pasiones como una tonta mujer y no entendí tu forma de
amar tan pura. Lamento que no me quede más tiempo, para agradecértelo…No tienes
que agradecerme nada Teresa – interrumpí…Sí, Moisés he sido la mujer más feliz
del mundo todos estos años a tu lado, pero anoche supe que ya no me queda mucho
tiempo…no digas nada – repuso- antes de que yo pudiera decir algo, necesito
pedirte un último favor – en su tono había cierto dejo de nostalgia, que me
hizo un nudo en la garganta. Quiero que construyas un pozo frente a la casa … ¿un
pozo? pregunté y ¿para qué quieres que haga un pozo? y más encima frente a la
casa… Será mi forma de agradecerte todo lo que has hecho por mí, y por
Matilda…no alcanzó a decir más y se quedó dormida en mis brazos.
Tres días más tarde, le pedí a la
negra (mí perra) que me indicara donde hacer el pozo. Como si me entendiera cavó
enfrente de la casa, justo donde Teresa había dicho. Tomé la pala y comencé a
cavar, diez días me tomó terminarlo. Matilda y Gertrudis realizaron los
detalles finales, lo pintaron de blanco y colocaron unos maceteros con lindas
plantas y flores. Pasaban los meses, y el pozo seguía ahí, sin actividad alguna,
y en el fondo apenas un incipiente caudal de agua. No podía entender porque
Teresa había pedido su construcción.
Cierto día, llegó un perro
famélico, casi moribundo. Matilda, se encariñó de inmediato con él, por lo que
acepté se lo dejara. Desde el primer día el perro hacía todo tipo de intentos
para beber del pozo. Matilda sacó agua en un balde y le dio de beber. A poco
andar, el perro se recuperó casi milagrosamente. Matilda no dejaba de hablar
del pozo milagroso, cómo lo bautizó. La noticia corrió pronto por el pueblo.
Cierta mañana, una familia llegó con una abuela en estado vegetal, pidieron
agua del pozo para la anciana. Llenaron una botella y se fueron. Dos semanas
más tardes, la fama del pozo de los milagros trascendía cerros y montañas.
Desde entonces, no falta el día,
que llegan pidiendo beber o poder llevar agua a algún enfermo, y aunque no
existe una napa natural que lo alimente, el pozo nunca se vacía.
Una tarde Matilda, me preguntó -
¿mi mamita está haciendo milagros verdad Moisés? (sabía que se refería al
pozo), la quedé mirando y abrazándola le dije- ¡claro mi pequeña! (hacía tiempo
que el mensaje de Teresa me había sido descifrado).
Miré el horizonte, y el atardecer
me pareció más bello que nunca en compañía de Matilda, el pozo de Teresa, la negra y los
perros que jugueteaban y ladraban a la distancia.
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