¿Qué buscas? Era la pregunta que
una y otra vez me hacía, mientras el viaje en el metro se tornaba cada vez más
insoportable a esa hora de la tarde, cuando las miradas de los ausentes seres a
mi lado ni siquiera se sostienen por el peso de sus abrumadas vidas ¿Y la mía?
¿Tendrá la misma sensación de ausentismo y desidia? me pregunto- parado en el
centro del vagón. A través de las ventanas, logro distinguir las luces del
túnel pasando intermitente a medida que avanzábamos hacia la otra
estación. Aún, no sé lo que busco, me
cuestiono mientras me distrae la muchacha que acaba de subir. No es su belleza
lo que me cautivó sino la pureza de sus ojos diáfanos, cómo los de Dominique
esa muchacha de sonrisa liviana y caderas ligeras que llegó a mi vecindario una
tarde de otoño cuando aún no cumplía los quince. Llegó a vivir en la casa
verde, esa que todos decían estaba embrujada, después que habían muerto un par
de ancianas hace ya varios años y nadie lograba pasar más de un año habitándola
(a pesar que era el arriendo más barato) Dominique tenía un cuerpo delgado,
pechos pequeños, y unas caderas anchas que me entrenaron en las artes amatorias
por aquellas tardes de invierno que pasamos juntos en el dormitorio de doña
Clementina, una anciana de torso curvado que cuidaba la casa, y cuya habitación
quedaba al final del patio trasero, donde el pastor alemán permanecía amarrado
de día y no dejaba de ladrar al vernos retozar desnudos. Recuerdo que justo en
el momento que lograba el éxtasis, emitía un suspiro quejumbroso, abría sus
enormes ojos avellana y se me quedaba contemplando como en una ensoñación
profunda ¿Qué será de ella? ¿Se habrá casado? ¿Tendrá hijos? Observo a la
muchacha bajarse y perderse entre el gentío. Así fue con Dominique, no dijo
nada. Cuando llegué a buscarla, doña Clementina me comunicó su partida. El
aviso decía con dos años de experiencia en el cargo, tuve que mentir y decir
que llevo más de tres donde actualmente trabajo, si me piden referencias estaré
en problemas. Don Eduardo no me soporta, luego que Bernarda su secretaria (y
amante) lo dejara por mí. En realidad, debo confesarles que me utilizó para
deshacerse del vejete, no vayan a creer que soy todo un don Juan, lo cierto es
que disto bastante de ello. Sólo con Dominique fui capaz de ser yo mismo, con
ella podía entregarme en cuerpo y alma, nunca más lo he logrado. Debo preguntar
si también trabajan los sábados, no quisiera tener que hacerlo. A pesar que
ahora con la enfermedad de mi padre, y lo menguada de su pensión, se hace
totalmente necesario que no piense en mí, sino en un mejor salario para
ayudarle a mi madre, la pobre, con el planchado ya tiene suficiente. Además
mamá no sabe que en la última visita el doctor Bermúdez, me comunicó que papá
estaba desahuciado, y que no pasará del próximo año. La vida se torna dura a
veces, pero son las miradas de la muchacha aquella o las de Dominique la que le
devuelven a uno el sentido a la vida. Lo cierto es que después que su familia dejó
la casa verde, nadie más volvió a arrendarla. Un año más tarde la vendieron y
la destinaron a bodega de una empresa textil. Sus paredes se fueron destiñendo
como nuestras vidas, el barrio entero cambió, mis amigos partieron, los vecinos
fueron muriendo, y las casas se fueron apagando. Me toca bajarme en la estación
siguiente. La loción del gordo a mi lado, me marea, no creo que pueda soportar
vivir en esta metrópolis. Recuerdo que antes de que papá enfermara le hablé de
comprar la casa verde. Me gustaba esa casa, sobretodo el patio con el parrón,
el naranjo y el damasco donde me encaramaba con Dominique para besarnos a
escondidas de su hermano menor. Nunca fui tan feliz, como en esos meses que compartimos.
Recuerdo los domingos a la hora de la siesta, cuando doña Clementina salía por
el día, y nos colábamos por la ventana de su habitación para dormir abrazados,
me encantaba contemplarla mientras lo hacía. Sobretodo me fascinaba el momento
en que se despertaba, aún somnolienta, con los párpados pesados y me quedaba
mirando con tanta ternura. Un hombre me empuja y deseo golpearle, pero una mujer
se atraviesa y he quedado con la rabia. Observo la hora y voy bien. Hace un día
frío, pero es más bien un frío de lunes, a pesar que es martes, se siente ese
frío que aplasta, nubla las ideas y el ánimo. Quizás no fue un buen día, para
aceptar la entrevista. Se lo debo a don Alberto, él siempre me está tratando de
ayudar. Debo ser el hijo que no tuvo, a pesar que está feliz con sus dos hijas.
La mayor casada con un médico y la segunda recién separada acompañada de su
bebé ha vuelto a casa. Si me hubiese casado con la menor, de seguro don Alberto
me hubiese entregado el mando de su empresa. Pero aparte de ser algo regordeta,
era torpe y desabrida, no habría podido mantenerme casado, y don Alberto, no me
hubiera perdonado el separarme. Ese viejo siciliano se las trae. El edificio es
lo bastante moderno, me imagino por el tipo de oficinas que también la renta
será buena. Cruzo la mampara, y la secretaria con mirada y voz distante me invita
a sentarme en los sillones de la recepción. Observo los cuadros que ornamentan
las paredes grises, al tiempo que espero. La respuesta a mi duda inicial, no
llega, y la interrogante sigue ahí rondando, incluso en el instante que
estreché la mano de aquel que me recibió cordial en su despacho. Entré me senté
frente a él con mi cara de estúpido, sin tener idea realmente que era lo que
estaba buscando.
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