Por fin había llegado el momento, la complicidad de las miradas, ese deseo incontenible que nacía a borbollones de sus cuerpos jóvenes. En tanto, en el comedor sus padres fingían conversar y cada cierto rato, daban sus rondas por el living, interrumpiendo los íntimos momentos que se creaban entre ella y Simón. Estaba inquieta, sus pequeñas manos sudaban y apretaban su falda de colegio, que dejaba a la vista sus puntiagudas rodillas blancas. Él se acercaba lentamente a sus labios. El corazón le saltaba dentro de su incipiente pecho, no quería que como tantas otras veces, él se arrepintiera vencido por su timidez. Justo, en el instante que iba a ser besada, escuchó su nombre.
¡Srta. Daniella! ¡Srta. Daniella! ¿Está de acuerdo con mi posición?-dijo el hombre con voz tosca y enérgica.
La abrupta realidad, estaba ahí. Frente al señor Ramírez. Como si le hubiesen dado una bofetada en su rostro, sintió que aquel hombre le había arrebatado su tan anhelado beso, dejándola con su boca abierta como pescadito, expuesta a las burlas de sus compañeros. Por eso, mucho más que otras veces, odio al viejo de matemáticas, y juró vengarse por ese bochorno. Le odiaba, odiaba a ese viejo de cara ácida, siempre engominado, siempre pulcro, educado, y bien comedido, que nunca se salía de sus cabales, aún ahora, que ella, muda, con una aparente inexpresión en sus facciones, le miraba sin contestar. Él, con las manos tras su espalda, se bamboleaba en sus talones, no quitándole la vista y esperaba con su flemática postura, su respuesta. El curso, en tanto, empezaba a inquietarse por el silencio reinante en el aula y la testaruda posición de ambos. Ella amurrada en su asiento, con la cabeza gacha mirando el suelo, no cedería ante nada.
El señor Ramírez, con su mirada altiva, se decía para sí - esta mocosa, ¿Creerá que puede conmigo? el profesor con más alto grado de calificación del colegio…
Lo sacó de sus cavilaciones, la intempestiva llegada del inspector que asomó su cabeza motuda a través de la puerta. En voz baja le murmuro algo al oído y desapareció de inmediato. El tiempo se detuvo en ese minuto, el piso se abrió bajo sus pies, como una grieta lóbrega dejada por un gran terremoto. Su mirada pérdida, buscaba un motivo. Daniella desapareció de su mente. Miró la hora, una y otra vez, como quien lo hace sin mirar, palpaba su chaqueta tratando de encontrar algo entre sus ropas, buscó sus lentes, al tiempo que sacaba su pañuelo perfectamente planchado y almidonado, como a él, tanto le gustaba. Con el rostro demacrado y lento andar, se aproximó a su escritorio, tomó sus libros, uno a uno y los dejó perfectamente ordenados. Los estudiantes, atentos le observaban, entonces con una voz lánguida y pastosa exclamó: “Niños, debo ausentarme unos minutos, por favor, sigan ejercitando las ecuaciones que vimos ayer”, se acomodó los lentes y abandonó la sala.
Gran parte de los alumnos desató una algarabía, unos pocos quedaron preocupados. El Sr. Ramírez, era un hombre que habitualmente, no expresaba sus estados de ánimo. Era la primera vez, que se le veía, desencajado, inquieto, inseguro, su estampa conservadora, había tambaleado luego de la visita del inspector.
¿Te fijaste en su cara? le decía una compañera a Daniella, que lo único que tenía en mente, era la venganza, fundada en ese odio descomunal que el viejo Ramírez le provocaba, y en especial por aquella tarde.
En sus más de treinta y cinco años de profesor, y veintinueve de casado, nunca había recibido un llamado en el colegio, menos de su esposa, aún cuando sus hijas estuvieron enfermas. Ella sabía, lo mucho que le incomodaba. Aunque alguna veces, le había recriminado, el no poder llamarle al colegio, y en todas, recibió la misma respuesta “sabes que no me gusta que lo hagas, yo voy al colegio a dictar clases, me debo a mis alumnos”…o bien, “puedes perfectamente conversar conmigo para cuando llegue a casa, antes no puedo hacer nada”, frases que emitía con ese tono plástico y distante que no aceptaba objeción alguna.
El pasillo se le hacía eterno, el dibujo de los mosaicos, se transformaba en una enorme serpiente que se enrollaba entre sus pies, traspasándole la frialdad de sus entrañas. El gris de la tarde otoñal, se acurrucaba como un indigente vetusto entre los asientos del patio del colegio, mientras los árboles con sus ramajes desnudos bajaban la mirada. La presencia de la Directora al final del pasillo, le provocó mayor angustia, sus pasos tambaleaban. Se arregló bien el nudo de la corbata, mientras rumiaba ¿Qué diría? ¿Cómo se excusaría por aquella impertinencia? más aún, proviniendo de su vecina, una mujer vulgar, a quien no dirigía más que el saludo, y que solía esconderse cuando lo veía llegar a casa. Esta mujer, tenía fama de ser indiscreta ¿Cómo pudo molestar a la Miss.?
Daniella, melancólica por Simón, contemplaba a través de la ventana, buscando entre las nubes grises alguna golondrina que le trajera el beso de su amado. Desde que el chico nuevo había llegado al vecindario, sólo pensaba en él. Vestido con esos jeans gastados y luciendo un corte de pelo poco tradicional respecto de sus amigos, se transformó en el amor de su vida, sólo que tal vez, él, aún no lo sabía. Hasta ahora su relación no pasaba de una linda amistad, a pesar que ella fantaseaba con cosas diferentes. Una hoja seca, pasó rozando la ventana, y las sacó de sus ensueños como recordándole que la vida continúa. El odio al Sr. Ramírez había menguado. Se asomó entonces al pasillo, y vio que conversaba con la Miss., en las afueras de su oficina.
El profesor tomó el teléfono, aún indispuesto y saludo cortésmente con ese tono distante que solía usar con la gente que él no consideraba a su altura. Se disponía a reconvenir a la mujer, cuando fue interrumpido. La voz entrecortada de su vecina, sólo atinó a decir, la señora Mercedes, la señora Mercedes...y soltó el llanto. No hizo falta más nada. La fiebre de tres días continuos, le había pasado la cuenta. Tras un silencio sepulcral, murmuró - entiendo, gracias por avisarme. Colgó el auricular, y se dejó caer en la silla dispuesta en la habitación, mientras todo giraba a su alrededor. La Miss. en la penumbra, le contemplaba silente. Le conocía desde sus inicios, llevaban recorrido muchos años juntos. Lo consideraba un hijo. Se acercó y posó su rugosa mano sobre su hombro. Él la palmoteo delicadamente, sin decir palabras. Nunca una llamada, esa era la regla, esa maldita regla, que él había impuesto, y su mujer la había respetado hasta el día de su muerte. De pronto, el Sr. Ramírez se desplomó sobre la mesa y soltó el llanto. Nunca una llamada, nunca una llamada, se reprochaba con un lamento desgarrador. La pena que le invadía era tan grande, que su pequeña contextura parecía no ser capaz de resistirla.
Asomada a la ventana de la dirección, Daniella contemplaba la escena, ¿Qué habrá pasado? pobre señor Ramírez - pensó, al tiempo que se retiraba por el pasillo de vuelta a su sala.
A la distancia se escuchaban los gritos de sus compañeros. Un remolino de hojas secas comenzó a danzar por el patio del colegio, como un niño revoltoso que sólo pensaba en jugar. Daniella sonrió y corrió a jugar con aquellas golondrinas de colores amarillentos, mientras en aquella tarde otoñal, sus sueños volaban en busca del aquel beso que nunca llegó.
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¡Srta. Daniella! ¡Srta. Daniella! ¿Está de acuerdo con mi posición?-dijo el hombre con voz tosca y enérgica.
La abrupta realidad, estaba ahí. Frente al señor Ramírez. Como si le hubiesen dado una bofetada en su rostro, sintió que aquel hombre le había arrebatado su tan anhelado beso, dejándola con su boca abierta como pescadito, expuesta a las burlas de sus compañeros. Por eso, mucho más que otras veces, odio al viejo de matemáticas, y juró vengarse por ese bochorno. Le odiaba, odiaba a ese viejo de cara ácida, siempre engominado, siempre pulcro, educado, y bien comedido, que nunca se salía de sus cabales, aún ahora, que ella, muda, con una aparente inexpresión en sus facciones, le miraba sin contestar. Él, con las manos tras su espalda, se bamboleaba en sus talones, no quitándole la vista y esperaba con su flemática postura, su respuesta. El curso, en tanto, empezaba a inquietarse por el silencio reinante en el aula y la testaruda posición de ambos. Ella amurrada en su asiento, con la cabeza gacha mirando el suelo, no cedería ante nada.
El señor Ramírez, con su mirada altiva, se decía para sí - esta mocosa, ¿Creerá que puede conmigo? el profesor con más alto grado de calificación del colegio…
Lo sacó de sus cavilaciones, la intempestiva llegada del inspector que asomó su cabeza motuda a través de la puerta. En voz baja le murmuro algo al oído y desapareció de inmediato. El tiempo se detuvo en ese minuto, el piso se abrió bajo sus pies, como una grieta lóbrega dejada por un gran terremoto. Su mirada pérdida, buscaba un motivo. Daniella desapareció de su mente. Miró la hora, una y otra vez, como quien lo hace sin mirar, palpaba su chaqueta tratando de encontrar algo entre sus ropas, buscó sus lentes, al tiempo que sacaba su pañuelo perfectamente planchado y almidonado, como a él, tanto le gustaba. Con el rostro demacrado y lento andar, se aproximó a su escritorio, tomó sus libros, uno a uno y los dejó perfectamente ordenados. Los estudiantes, atentos le observaban, entonces con una voz lánguida y pastosa exclamó: “Niños, debo ausentarme unos minutos, por favor, sigan ejercitando las ecuaciones que vimos ayer”, se acomodó los lentes y abandonó la sala.
Gran parte de los alumnos desató una algarabía, unos pocos quedaron preocupados. El Sr. Ramírez, era un hombre que habitualmente, no expresaba sus estados de ánimo. Era la primera vez, que se le veía, desencajado, inquieto, inseguro, su estampa conservadora, había tambaleado luego de la visita del inspector.
¿Te fijaste en su cara? le decía una compañera a Daniella, que lo único que tenía en mente, era la venganza, fundada en ese odio descomunal que el viejo Ramírez le provocaba, y en especial por aquella tarde.
En sus más de treinta y cinco años de profesor, y veintinueve de casado, nunca había recibido un llamado en el colegio, menos de su esposa, aún cuando sus hijas estuvieron enfermas. Ella sabía, lo mucho que le incomodaba. Aunque alguna veces, le había recriminado, el no poder llamarle al colegio, y en todas, recibió la misma respuesta “sabes que no me gusta que lo hagas, yo voy al colegio a dictar clases, me debo a mis alumnos”…o bien, “puedes perfectamente conversar conmigo para cuando llegue a casa, antes no puedo hacer nada”, frases que emitía con ese tono plástico y distante que no aceptaba objeción alguna.
El pasillo se le hacía eterno, el dibujo de los mosaicos, se transformaba en una enorme serpiente que se enrollaba entre sus pies, traspasándole la frialdad de sus entrañas. El gris de la tarde otoñal, se acurrucaba como un indigente vetusto entre los asientos del patio del colegio, mientras los árboles con sus ramajes desnudos bajaban la mirada. La presencia de la Directora al final del pasillo, le provocó mayor angustia, sus pasos tambaleaban. Se arregló bien el nudo de la corbata, mientras rumiaba ¿Qué diría? ¿Cómo se excusaría por aquella impertinencia? más aún, proviniendo de su vecina, una mujer vulgar, a quien no dirigía más que el saludo, y que solía esconderse cuando lo veía llegar a casa. Esta mujer, tenía fama de ser indiscreta ¿Cómo pudo molestar a la Miss.?
Daniella, melancólica por Simón, contemplaba a través de la ventana, buscando entre las nubes grises alguna golondrina que le trajera el beso de su amado. Desde que el chico nuevo había llegado al vecindario, sólo pensaba en él. Vestido con esos jeans gastados y luciendo un corte de pelo poco tradicional respecto de sus amigos, se transformó en el amor de su vida, sólo que tal vez, él, aún no lo sabía. Hasta ahora su relación no pasaba de una linda amistad, a pesar que ella fantaseaba con cosas diferentes. Una hoja seca, pasó rozando la ventana, y las sacó de sus ensueños como recordándole que la vida continúa. El odio al Sr. Ramírez había menguado. Se asomó entonces al pasillo, y vio que conversaba con la Miss., en las afueras de su oficina.
El profesor tomó el teléfono, aún indispuesto y saludo cortésmente con ese tono distante que solía usar con la gente que él no consideraba a su altura. Se disponía a reconvenir a la mujer, cuando fue interrumpido. La voz entrecortada de su vecina, sólo atinó a decir, la señora Mercedes, la señora Mercedes...y soltó el llanto. No hizo falta más nada. La fiebre de tres días continuos, le había pasado la cuenta. Tras un silencio sepulcral, murmuró - entiendo, gracias por avisarme. Colgó el auricular, y se dejó caer en la silla dispuesta en la habitación, mientras todo giraba a su alrededor. La Miss. en la penumbra, le contemplaba silente. Le conocía desde sus inicios, llevaban recorrido muchos años juntos. Lo consideraba un hijo. Se acercó y posó su rugosa mano sobre su hombro. Él la palmoteo delicadamente, sin decir palabras. Nunca una llamada, esa era la regla, esa maldita regla, que él había impuesto, y su mujer la había respetado hasta el día de su muerte. De pronto, el Sr. Ramírez se desplomó sobre la mesa y soltó el llanto. Nunca una llamada, nunca una llamada, se reprochaba con un lamento desgarrador. La pena que le invadía era tan grande, que su pequeña contextura parecía no ser capaz de resistirla.
Asomada a la ventana de la dirección, Daniella contemplaba la escena, ¿Qué habrá pasado? pobre señor Ramírez - pensó, al tiempo que se retiraba por el pasillo de vuelta a su sala.
A la distancia se escuchaban los gritos de sus compañeros. Un remolino de hojas secas comenzó a danzar por el patio del colegio, como un niño revoltoso que sólo pensaba en jugar. Daniella sonrió y corrió a jugar con aquellas golondrinas de colores amarillentos, mientras en aquella tarde otoñal, sus sueños volaban en busca del aquel beso que nunca llegó.
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