La madrugada de aquel sábado de octubre, le pareció más triste que nunca. Los diez años que llevaba separado, se agolparon en la puerta para recibirle, causándole una sensación de soledad que le apretó el pecho. Su sombra estirada en el pasillo, única compañía en ese instante, le gritó su cruda realidad. Aunque se resistía a aceptarlo, no tenía a nadie que se preocupara ya por él. Ni siquiera sus amigos más cercanos, se habían hecho de un tiempo para acompañarle. Antaño hubiese sido todo jolgorio, distracción, puerilidad absoluta, celebrando su cumpleaños en un distinguido bar, donde el licor y las mujeres fáciles, le hubiesen hecho olvidar tanta miseria. ¿Que significado tenía ahora ese aire helado que circulaba, aún a pesar de estar prendida la calefacción? Dio una ojeada a su alrededor, como intentando encontrar una respuesta. Su departamento le agradaba, le proporcionaba el lujo que él se merecía, un abogado de éxito, envidiado por muchos, admirado por otros. De modo nervioso se puso a revisar sus bolsillos, por si hubiese perdido algo; pero su billetera fecunda y su chequera con todas sus tarjetas dispuestas selectivamente, estaban como las había dejado. No había algo que justificara, su estado sobresaltado. Pese a ello, la sensación que nacía de su tórax, no cedía. El fino sofá donde se había desplomado, no le entregó el cobijo que deseaba, por lo que decidió incorporarse e irse a dormir.
Entonces el cuadro que tenía enfrente cayó estrepitosamente, causándole tal desasosiego que terminó por confundirlo por completo. Desde el clavo que sujetaba una replica de Van Gogh, comenzó a formarse una pequeña grieta que se abría paso por la desnuda muralla, como los dedos de un sismo. Se desabrochó la corbata, el aire comenzaba a enrarecerse. Súbitamente, desde el interior de la grieta salió una gran cobra con sus fauces abiertas y se le fue encima. La cabeza del ofidio quedó frente a sus lentes, los que fueron lamidos una y otra vez por su larga lengua bífida en constante movimiento. Pudo ver entonces como la mandíbula dilatada de la cobra se expandía de modo impresionante, dejando entrever una cavidad rosada que terminó por atraparlo por el cráneo. Los filosos colmillos acanalados se clavaron cual estacas y la punzada en su cerebro, casi lo hace desfallecer del dolor. Perezosamente, la serpiente se fue enroscando en su cuerpo, haciéndolo prisionero, las continuas contracciones de la mandíbula lo succionaban con tal fuerza, que sus intentos de resistencia eran en vano, teniendo sus brazos atrapados trataba con los pies de asirse de algún objeto que le permitiera aumentar su resistencia. Pero el avance de la mandíbula no se detenía y sus extremidades iban pasando entre sus vértebras. No podía ver nada dentro de este frío agujero húmedo, que emitía un hedor putrefacto como nunca imaginó, el tejido adiposo del reptil se apegaba en su rostro de modo repulsivo. Los continuos movimientos elásticos y la presión ejercida sobre él era tal, que pensó que su cuerpo estallaría fragmentado en mil pedazos. En su desesperación giró su cuerpo y la hebilla del pantalón se trabó en los colmillos superiores; lo que atemorizó al ofidio, que mordió instintivamente a la altura de su ingle penetrando pesadamente el veneno en su cuerpo. La pierna derecha fue la primera que sintió el efecto, tiritones incontrolados se apoderaron de ella, las sacudidas eran tan violentas que el zapato salió disparado; un ardor espantoso se filtraba a través de su sangre como abriéndole las venas, quería gritar, pero la mucosa de las cavidades internas del ofidio se colaba por su garganta, ahogando su lamento. Minutos más tarde, en un acto casi benevolente la cobra distendió sus mandíbulas, al saber que su victima agonizaba. Desfalleciente podía aún percibir como la serpiente recogía su cuerpo arrastrándole por la habitación, para introducirse en el agujero irregular que dejó la grieta. A veces para avanzar el reptil debía contraer su cuerpo, oprimiendo aún más lo que quedaba de su ser.
Cansada por la batalla librada, se quedó inmóvil. Él con los ojos cerrados ante una oscuridad infinita pensó que así era la muerte, su corazón aún lograba latir imperceptiblemente, por lo que deseaba que el veneno hiciera prontamente su efecto. La cobra había enrollado su cuerpo y el peso le aplastaba la cara, por lo que no podía mantener la boca cerrada. Perdió totalmente la conciencia y noción del tiempo. ¿por qué tal agonía? se preguntaba, ¿por qué no partía de una vez?, por vez primera deseaba besar la boca de la muerte y no soltarla como si ello se asemejara al mayor de los orgasmos. Lentamente su esqueleto iba cediendo ante la presión, pudiendo sentir como sus huesos iban siendo triturados, mientras sus vísceras reventaban bañando de sangre las paredes del intestino del reptil. Pensó que ese aparente grado de lucidez venía de un estado en trance a la muerte, y fue sintiendo como las dilataciones y contracciones del cuerpo escamoso lo fueron paulatinamente desintegrando.
Habiendo ya perdido la conciencia del dolor, entendía que era su alma la que se mantenía en una absurda vigilia, contemplando tal destrucción. Atrás quedaban sus preocupaciones banales, sus compromisos sociales, su historia, sus bienes, que anodino se veía todo ahora que se hallaba consumido en el intestino del ofidio aquel. Pese a que el dolor lo había abandonado, y ya carente de sus órganos vitales, y tomando conciencia que a pesar de todo, su alma se encontraba presa como los restos de su cuerpo, comenzó a llorar, lloró de impotencia, de pena, al darse cuenta de la insignificante vida que había llevado todos estos años, lloró por su soledad, por haberse llenado de cosas y sentirse tan vacío, lloró por no haber amado realmente nunca, por no haber tenido hijos, por haber abandonado a su mujer, lloró como cuando era niño, y su padre no le daba lo que él le pedía, aún a sabiendas que no podía, lloró por olvidarse de su madre y su hermana, por olvidarse de sentir, por olvidarse de llorar, lloró, lloró hasta perder el último halito de conciencia
Tres días más tarde, cuando su hermana entró en su departamento, preocupada por no saber de él, ni recibir respuesta a sus constantes llamadas, se encontró con un espectáculo que le heló la sangre. El cuadro seguía aún en el piso, la grieta en la pared olía a tragedia, los muebles del living permanecían desordenados, una lámpara rota, su ropa tirada por todas partes, la escena hacía prever que alguien había atacado a su hermano y éste intentando defenderse, se había llevado la peor parte. Quiso gritar y salir corriendo, pero en vez de ello, se dirigió a su habitación esperando hallarlo herido e incluso lo peor. Extrañamente todo estaba en orden, abrió las cortinas de su dormitorio que mantenía ese olor a limpieza que lo caracterizaba. Llamó al conserje de turno del edificio y éste le indicó que no sabía nada de él. Su secretaria, estaba también preocupada, pues no contestaba sus llamadas. No podía entender nada. ¿Qué le pudo haber pasado? se preguntaba una y otra vez, llenándose de interrogantes su cabeza. Pasó el resto del día, llamando a hospitales, funerarias, amigos, nada. A su hermano, la tierra lo había tragado. No se atrevió a llamar a la policía, y menos contarle a su madre, después de encontrar en la tina, su billetera con todas sus tarjetas y dinero flotando.
Una tarde de invierno, luego de cinco años sin saber de él, su hija entró en su habitación, gritando mamá, mamá, el tío está en Internet, sale en un video con una serpiente enorme. ¿Qué dices corazón?, ¿Dónde? muéstrame…ven, ven mamá, acompáñame… Juntas se sentaron frente al computador, para ver un espectáculo que se desarrollaba en la ciudad de Bangladesh donde un hombre con el torso desnudo, vistiendo un pantalón blanco, se enfrentaba a una cobra real en un escenario al aire libre. Delgado, de tez bronceada, cabellera larga, e hirsuta barba, aquel hombre se enfrentaba a la cobra con tal osadía que deslumbraba, no utilizaba ningún tipo de protección, y parecía no tener intención en esquivar los ataques furibundos de la víbora. Los movimientos de ambos se convertían en una danza, donde la magia y el poder entre la fauna y el hombre se mezclaban en una fragancia que mantenía cautivos a todos, turistas y curiosos quedaban hipnotizados por la energía que emanaba de tal enfrentamiento. Hombre y reptil se estudiaban, primero con movimientos aletargados y luego con contorsiones armoniosas que bajo los tonos purpúreos de un atardecer pintado sobre las aguas del río Ganges llegaba a su clímax cuando el hombre acercaba su rostro al ofidio, provocando que sus lentes fuesen lamidos por la inquieta lengua del reptil, mientras los turistas impactados hacían destellar los flashes de sus cámaras tratando de dejar eternizado aquel instante.
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Entonces el cuadro que tenía enfrente cayó estrepitosamente, causándole tal desasosiego que terminó por confundirlo por completo. Desde el clavo que sujetaba una replica de Van Gogh, comenzó a formarse una pequeña grieta que se abría paso por la desnuda muralla, como los dedos de un sismo. Se desabrochó la corbata, el aire comenzaba a enrarecerse. Súbitamente, desde el interior de la grieta salió una gran cobra con sus fauces abiertas y se le fue encima. La cabeza del ofidio quedó frente a sus lentes, los que fueron lamidos una y otra vez por su larga lengua bífida en constante movimiento. Pudo ver entonces como la mandíbula dilatada de la cobra se expandía de modo impresionante, dejando entrever una cavidad rosada que terminó por atraparlo por el cráneo. Los filosos colmillos acanalados se clavaron cual estacas y la punzada en su cerebro, casi lo hace desfallecer del dolor. Perezosamente, la serpiente se fue enroscando en su cuerpo, haciéndolo prisionero, las continuas contracciones de la mandíbula lo succionaban con tal fuerza, que sus intentos de resistencia eran en vano, teniendo sus brazos atrapados trataba con los pies de asirse de algún objeto que le permitiera aumentar su resistencia. Pero el avance de la mandíbula no se detenía y sus extremidades iban pasando entre sus vértebras. No podía ver nada dentro de este frío agujero húmedo, que emitía un hedor putrefacto como nunca imaginó, el tejido adiposo del reptil se apegaba en su rostro de modo repulsivo. Los continuos movimientos elásticos y la presión ejercida sobre él era tal, que pensó que su cuerpo estallaría fragmentado en mil pedazos. En su desesperación giró su cuerpo y la hebilla del pantalón se trabó en los colmillos superiores; lo que atemorizó al ofidio, que mordió instintivamente a la altura de su ingle penetrando pesadamente el veneno en su cuerpo. La pierna derecha fue la primera que sintió el efecto, tiritones incontrolados se apoderaron de ella, las sacudidas eran tan violentas que el zapato salió disparado; un ardor espantoso se filtraba a través de su sangre como abriéndole las venas, quería gritar, pero la mucosa de las cavidades internas del ofidio se colaba por su garganta, ahogando su lamento. Minutos más tarde, en un acto casi benevolente la cobra distendió sus mandíbulas, al saber que su victima agonizaba. Desfalleciente podía aún percibir como la serpiente recogía su cuerpo arrastrándole por la habitación, para introducirse en el agujero irregular que dejó la grieta. A veces para avanzar el reptil debía contraer su cuerpo, oprimiendo aún más lo que quedaba de su ser.
Cansada por la batalla librada, se quedó inmóvil. Él con los ojos cerrados ante una oscuridad infinita pensó que así era la muerte, su corazón aún lograba latir imperceptiblemente, por lo que deseaba que el veneno hiciera prontamente su efecto. La cobra había enrollado su cuerpo y el peso le aplastaba la cara, por lo que no podía mantener la boca cerrada. Perdió totalmente la conciencia y noción del tiempo. ¿por qué tal agonía? se preguntaba, ¿por qué no partía de una vez?, por vez primera deseaba besar la boca de la muerte y no soltarla como si ello se asemejara al mayor de los orgasmos. Lentamente su esqueleto iba cediendo ante la presión, pudiendo sentir como sus huesos iban siendo triturados, mientras sus vísceras reventaban bañando de sangre las paredes del intestino del reptil. Pensó que ese aparente grado de lucidez venía de un estado en trance a la muerte, y fue sintiendo como las dilataciones y contracciones del cuerpo escamoso lo fueron paulatinamente desintegrando.
Habiendo ya perdido la conciencia del dolor, entendía que era su alma la que se mantenía en una absurda vigilia, contemplando tal destrucción. Atrás quedaban sus preocupaciones banales, sus compromisos sociales, su historia, sus bienes, que anodino se veía todo ahora que se hallaba consumido en el intestino del ofidio aquel. Pese a que el dolor lo había abandonado, y ya carente de sus órganos vitales, y tomando conciencia que a pesar de todo, su alma se encontraba presa como los restos de su cuerpo, comenzó a llorar, lloró de impotencia, de pena, al darse cuenta de la insignificante vida que había llevado todos estos años, lloró por su soledad, por haberse llenado de cosas y sentirse tan vacío, lloró por no haber amado realmente nunca, por no haber tenido hijos, por haber abandonado a su mujer, lloró como cuando era niño, y su padre no le daba lo que él le pedía, aún a sabiendas que no podía, lloró por olvidarse de su madre y su hermana, por olvidarse de sentir, por olvidarse de llorar, lloró, lloró hasta perder el último halito de conciencia
Tres días más tarde, cuando su hermana entró en su departamento, preocupada por no saber de él, ni recibir respuesta a sus constantes llamadas, se encontró con un espectáculo que le heló la sangre. El cuadro seguía aún en el piso, la grieta en la pared olía a tragedia, los muebles del living permanecían desordenados, una lámpara rota, su ropa tirada por todas partes, la escena hacía prever que alguien había atacado a su hermano y éste intentando defenderse, se había llevado la peor parte. Quiso gritar y salir corriendo, pero en vez de ello, se dirigió a su habitación esperando hallarlo herido e incluso lo peor. Extrañamente todo estaba en orden, abrió las cortinas de su dormitorio que mantenía ese olor a limpieza que lo caracterizaba. Llamó al conserje de turno del edificio y éste le indicó que no sabía nada de él. Su secretaria, estaba también preocupada, pues no contestaba sus llamadas. No podía entender nada. ¿Qué le pudo haber pasado? se preguntaba una y otra vez, llenándose de interrogantes su cabeza. Pasó el resto del día, llamando a hospitales, funerarias, amigos, nada. A su hermano, la tierra lo había tragado. No se atrevió a llamar a la policía, y menos contarle a su madre, después de encontrar en la tina, su billetera con todas sus tarjetas y dinero flotando.
Una tarde de invierno, luego de cinco años sin saber de él, su hija entró en su habitación, gritando mamá, mamá, el tío está en Internet, sale en un video con una serpiente enorme. ¿Qué dices corazón?, ¿Dónde? muéstrame…ven, ven mamá, acompáñame… Juntas se sentaron frente al computador, para ver un espectáculo que se desarrollaba en la ciudad de Bangladesh donde un hombre con el torso desnudo, vistiendo un pantalón blanco, se enfrentaba a una cobra real en un escenario al aire libre. Delgado, de tez bronceada, cabellera larga, e hirsuta barba, aquel hombre se enfrentaba a la cobra con tal osadía que deslumbraba, no utilizaba ningún tipo de protección, y parecía no tener intención en esquivar los ataques furibundos de la víbora. Los movimientos de ambos se convertían en una danza, donde la magia y el poder entre la fauna y el hombre se mezclaban en una fragancia que mantenía cautivos a todos, turistas y curiosos quedaban hipnotizados por la energía que emanaba de tal enfrentamiento. Hombre y reptil se estudiaban, primero con movimientos aletargados y luego con contorsiones armoniosas que bajo los tonos purpúreos de un atardecer pintado sobre las aguas del río Ganges llegaba a su clímax cuando el hombre acercaba su rostro al ofidio, provocando que sus lentes fuesen lamidos por la inquieta lengua del reptil, mientras los turistas impactados hacían destellar los flashes de sus cámaras tratando de dejar eternizado aquel instante.
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