¿Cómo sería abrir la ventana del avión y salir
disparado? ese tipo de ideas nacían en la mente del señor Gutiérrez como
destellos fulminantes, otras mientras su hija manejaba se le ocurría pensar en
que chocaran a la máxima velocidad contra un muro, un cerro, o un camión que lo
hiciera en sentido contrario ¿Por qué se le venían esos pensamientos de la
nada? ¿acaso estaba mentalmente enfermo? ¿Debía tratarse? se preguntaba,
mientras esperaba le atendieran. Lo cierto era que no importaba donde o lo que
estuviera haciendo, siempre de la nada aparecían esas locuras. Podía estar en
la fila del banco, y de pronto sentir ganas de sacar un arma e intentar asaltar
el banco, sin motivo alguno, sólo por sentir la sensación, en otras, prefería
ser acribillado por el revolver del guardia que le disparaba por la espalda. Hasta
se imaginaba recibiendo los disparos y como la sangre saltaba de sus ropas. Estaba
en ese trance cuando la secretaria pronunció su nombre. La quedó mirando con la
apatía que se mira un mueble o una planta insulsa, El doctor le espera alcanzó
a entenderle de esos labios de plástico que la mujer apenas movía, para no
perder ni un gramo del tosco maquillaje. Antes de entrar miró el reloj mural,
observando que eran las 3:05. Se sentó frente al idiota de blanco que con esa
pasividad y voz monótona le preguntaba sin mirarle ¿Cómo hemos andado esta
semana señor Gutiérrez? La pregunta monótona rebotó en su cabeza, como una
pelota saltarina en una habitación vacía. Más pendiente de mirar por el gran
ventanal, el señor Gutiérrez se sentó en la silla dispuesta para los pacientes
y sin desviar su mirada, le contestó una estupidez (su costumbre cuando las
cosas no le gustaban) deseaba jugar un poco. Detuvo su mirada en el abrecartas
dispuesto sobre el escritorio y pensó en tomarlo y amenazarlo ¿gritaría? ¿se
asustaría? ¿alertaría a su secretaria? Mientras las preguntas en su cabeza bailaban
alegres como adolescentes, el profesional hacia un comentario plano y anotaba
con rigurosidad en el historial de su paciente. Se abalanzó de un salto al
ventanal como un niño hiperquinético, pese a sus sesenta y nueve años (le
quedaban días para cumplir los setenta) No era de aquellos que se aumentara la
edad antes de cumplir años, más bien le gustaba aparentar que era más joven (aunque
su próstata y sus rodillas evidenciaran todo lo contrario) Desabróchese la
camisa, y siéntese en la camilla exclamó como autómata el doctor, quien no se
inmutaba en lo más mínimo con las extrañas reacciones del paciente. Lo atendía
hace cinco años a petición de su única hija, que estaba obsesionada con tener
un riguroso control de la salud de su padre, tras la repentina muerte de su
madre, cuando regaba sus plantas en la terraza del departamento dónde vivían por
más de cuarenta y cinco años. Esa tarde sintió un dolor en el pecho, y cayó de
rodillas, llamó con un grito infrahumano a su marido antes de desplomarse en
las baldosas, ya sin vida. Desde entonces, Daniela, exigía a don Antonio acudir
una vez al mes a controlarse con el cardiólogo más connotado de la ciudad, no
escatimaba en gastos para con él. De algún modo, sentíase culpable de la muerte
de su madre, ya que cuatro días antes, en el almuerzo del domingo, doña
Viviana, le había pedido regase las plantas, puesto que ella últimamente se
cansaba demasiado. Le contestó que lo haría después de terminar de fumar el
cigarrillo recién prendido y lo olvidó. Aquella tarde de domingo estaba
acariciada por los brazos remolones del sol que invitaban más al sosiego, por
esa razón no se movió del lugar donde estaba, sin saber que ese instante
cambiaría para siempre su destino. Solterona (pero no fanática como ella
siempre se describía) llevaba una vida sin sobresaltos frente a sus padres, a
pesar de que, sin duda, se avergonzarían si conocieran su verdadera
personalidad. Estando en el colegio, y dispuesta a vivir la vida a concho,
había experimentado experiencias con dos alumnas de cursos y el profesor de
química a quien casi termina matando en el acto mismo. De algún modo con el
pasar de los años se había vuelto adicta al sexo (su siquiatra lo relacionaba
con la falta de cariño que arrastraba de sus padres) Doña Viviana, una mujer en
extremo apegada a la religión y a las costumbres machistas inculcadas por sus
padres, había cumplido fielmente su papel de mujer abnegada a su marido, lo
que, de algún modo, provocó el rechazo de su hija desde muy pequeña. Eso había
influido para la vida rebelde que llevaba Daniela. Le gustaba jugar con los
hombres, someterlos, humillarlos, como venganza de la suerte de su madre y eso
atraía a los hombres, dispuestos cada vez a complacer sus caprichos de niña
díscola.
Don Antonio abrió la ventana de la consulta del doctor
para mirar el gentío dieciocho pisos más abajo. Bonita vista doctor -exclamó –
casi como hablando solo. ¿Cómo sería saltar desde aquí y estrellarse en el
pavimento? Inquirió para sí, sin darse cuenta de que esta vez lo verbalizaba.
Cierre la ventana hombre – exclamó el doctor, algo molesto. Pero don Antonio,
no hacía caso, sentíase absorto con la idea de lanzarse al vacío. Sin pensarlo,
se encaramó en el borde de la ventana. Se preguntaba si alguien lo estaba
viendo. De seguro del edificio de enfrente, más de alguien. El doctor lo
animaba a bajarse, pero era incapaz de moverse de su asiento, por temor a
asustarle, le suplicaba se bajará con voz temerosa, don Antonio no escuchaba.
Abrió los brazos, cerró los ojos y elevó su rostro al cielo. El sol fijaba
fuerte, al punto que sus párpados se iluminaron y pasaron de un rojo furioso a
un amarillo intenso, (era la luz del túnel hacia el más allá -se dijo) Sonrió y
pensó en su mujer, al final del túnel la veía llamándole. Estaba hermosa, cómo
cuando se la presentaron en la facultad de derecho. Es la nueva secretaria del Decano,
le dijo Marta su compañera de estudios. Sus miradas se entrecruzaron y quedó
prendado de sus bellos ojos pardos. La invitó a salir más de una veintena de
veces, antes de que aceptara, luego no se separaron más. Voy por ti, vieja. Se
dejó caer. Mantenía los ojos cerrados, mientras el aire de esa tarde de verano
se colaba por sus ropas. Se veía caminando por este túnel con pasos alegres,
mientras al final le esperaba su mujer con los brazos abiertos.
De pronto todo se oscureció, seguramente he muerto
pensó. Estaba extrañado de no sentir dolor. Su cara sentía el frio del piso, y
un dolor intenso de cabeza le atrapaba ¿Acaso podré estar muerto sin dolor? ¿No
es posible? He caído desde dieciocho pisos de altura. ¡Papá! ¡Papá! Le parecía
escuchar la voz de su hija. ¿Cómo se enteró? ¿Cómo llegó tan rápido? Se preguntaba
medio atontado. Abrió los ojos y la vio. El rostro de Daniela se iluminó,
detrás de ella, la vieja secretaria del doctor respiraba con alivio, al tiempo
que decía, menos mal que reaccionó, no alcancé a evitar que se cayera antes que
se desmayara.
¿Qué pasó? – preguntó extrañado. Te desmayaste papá
antes de entrar a la consulta, ya está todo bien, a lo que te repongas nos
vamos a casa.
En el auto de su hija, mientras iban de vuelta, apoyó
su rostro en el vidrio y pensó ¿Cómo sería abrir la puerta y lanzarme justo en
la curva?
*******
No hay comentarios:
Publicar un comentario