Este día de inverno, la televisión ha reiterado una y otra vez, la tragedia que han dejado las últimas lluvias, que se desbordó el rio aquel o el canal de allá, de la escasez del agua por posible corte del suministro y no puedo dejar de recordar los inviernos de mi niñez, esos donde las lluvias tenían otro sentido para mí. Puedo verme con la capa con que me mandaban al colegio y las botas de agua (sí, porque antaño a uno lo mandaban igual al colegio los días de lluvia) y el mío quedaba a unas 5 cuadras de mi casa, y me iba y volvía caminando (no existía el furgón escolar) y pese a que a la hora que regresaba estaba oscuro (no tenía miedo de venirme solo ni mis padres la preocupación de que fuera a pasarme algo)
Quizás estás pensando en que estoy hablando de una
ciudad especial, nada de eso, era Santiago, y el barrio estación central. Puedo
verme chapoteando en la calzada mientras hacía correr barquitos de papel por el
torrente de agua, a veces saboreando una galleta que había guardado de las que
nos daban en la escuela (esas con letra y número) donde tu profesora jefa, era
la misma de matemáticas, castellano, ciencias naturales, religión, etc. Los
bancos de madera individuales, las pizarras verdes donde se escribía con tiza,
la cotona café, los cuadernos de caligrafía, dibujo, matemáticas, el lápiz con
la goma amarrada. La colación con suerte era una fruta, o un pan solo para
engañar las tripas. En esos años los niños se resfriaban e iban al colegio con
los mocos colgando y nadie se espantaba. Los profesores te tiraban de las
patillas cuando te portabas mal, y el bülling no se conocía (cómo ahora),
claro, estaba el apodo gordo, flaco, feo y esas cosas, pero nada tan
traumático.
Bueno, volvamos a mi chapoteo por la calle, el agua
corriendo dónde a veces por obstáculos los barquitos quedaban atrapados y ahí
terminaba la carrera o cuando no los alcanzaba y se los tragaba el desagüe.
Siempre llevaba reservas, para una nueva carrera. Las calles por lo general a
esa hora estaban vacías, la gente se guardaba temprano, y llovía a cantaros,
ahí si que llovía por los años setenta, no como ahora que a un aguacero fuerte
lo llamamos tormenta. La vida era simple a esa edad, luego de las carreras de
los barquitos de papel, llegaba la casa, de esas antiguas que tenían puerta de
calle y mampara (la que bastaba empujar para abrirla) Mi casa era de abobe, con
dos patios interiores y un jardín al fondo de la casa, ¡podías ver y sentir la
lluvia dentro de la casa!, a veces veía a mi abuelita cruzando con su paraguas
de la cocina a su pieza. La cocina, ese lugar sagrado donde llegábamos todos a
deleitarnos con las cosas que mamá nos preparaba, la puedo ver aún con su
delantal, y las mejillas rosadas, friendo sopaipillas, las que iba dejando en
una fuente enorme, donde todos nos acercábamos. ¿Se lavó las manos? era lo
primero que decía, antes que las fuéramos a tomar algo, luego cada uno cogía su
taza y la tetera de dos litros que tenía agua caliente para hacernos un té y
nos sentábamos a la mesa a esperar que llegara mi padre. Lo veo llegar cansado,
pero siempre alegre de vernos juntos. ¡Esos inviernos en la cocina de Sazié
fueron los más hermosos de mi vida! Todos riendo, disfrutando sopaipillas, o
donuts, daba lo mismo, lo importante era el momento en familia, mis hermanos (tres
mujeres y un varón) juntos a mis viejos, los padres más maravillosos, mientras
afuera llovía a cántaros y las goteras cantaban por el resto de la casa en los
tarros y ollas que habíamos colocado.
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