La noticia de
que Annabell había fallecido, la recibí en el aeropuerto. Acaba de desembarcar
del viaje a Buenos Aires. A pesar de que lo esperaba, debo confesarles que la
noticia caló muy hondo, de algún modo sentía que la vida le estaba en deuda, no
lograba entender porque nunca el destino pudo sonreírle como se merecía. De
hecho, sin ir más lejos, era la única mujer que conocí que era llamada viuda
sin haberse casado. Es una herencia de mamá me comentó una vez, en su pequeño
apartamento en el centro de Paris, su refugio, como lo llamaba. Su madre quedó
viuda muy joven, cuando Annabell apenas tenía cuatro años. Para entonces vivían
en Southampton. Su padre corredor de Seguros, en un viaje de negocios a North
Houtghton, se quedó dormido y desbarrancó su auto, perdiendo la vida. Cómo buen
previsor, había contratado una póliza de seguros, que les permitió, continuar
con sus vidas. Se lamentaba que su madre fuera una mujer muy poco instruida, que
no supo administrar bien el dinero, y que tras la muerte de su padre, comenzara
a comer y beber en exceso. Tuvieron que internarla varias veces antes de que se
suicidara sólo cinco años más tarde. Su abuela por parte de su padre, se
encargó de ella por obligación, nunca la quiso. Solía llamarla la hija de la
viuda, nunca por su nombre. A los quince años, se fugó con un infante de marina
inglés y se fueron a vivir a Bristol. Duraron sólo un par de meses, se embarcó
y nunca más supo de él. Por ser menor de edad, habían fingido estar casados
para arrendar la pequeña suite. La dueña de la casona, al no volver su novio,
pensó que había enviudado. Por tal motivo, recibió mucha ayuda por su
condición, así que decidió asumirla por mucho tiempo, incluso cuando estaba en
la Universidad, creyó que le serviría para evitar a los muchachos. Lo cierto
que decir que era viuda siendo tan joven, le significó un sello especial entre
sus compañeras y los hombres enloquecían por conquistarla. Sabía que todos los
que me buscaban era sólo para contarles a sus amigos que habían tenido sexo con
la viuda, me comentó en una ocasión. Se concentró en los estudios, y fue la
mejor de su clase. Pese a todo, el sino de la viudez, nunca la abandonó, a
ratos quería llorar y decirle a todos que era una gran mentira, pero su fama se
había extendido más de lo que ella imaginó. Quizás por eso, me permitió entrar
en su mundo. Fue en Barcelona, había una convención de cirujanos, y ambos
llegamos como traductores. En el break, me acerqué a conversar. Las palabras
fluían como una melodía ya aprendida. Quedamos más tarde en una copa en un Bar
que yo solía acudir cada vez que visitaba la ciudad. Cuando la fui a dejar a
eso de las cinco de la mañana, no tenía ganas de dormir, y hubiera continuado
de no ser porque mi vuelo salía en un par de horas. Desde ese día, así serían
las cosas con Annabell.
Dos meses más
tarde nos encontramos en Brasil. Quedamos en el bar de su hotel, pues
precisamente Sao Paolo, no nos parecía interesante. Siempre pensé que estaba
soltera y la traté como tal. Eso fue lo que le fascinó de mí, me comentaría
tiempo después. La enfermedad de mi padre, me obligó a tomar un largo receso en
el trabajo, el viejo necesitaba de alguien que lo cuidara después de la partida
de mamá. No era suficiente la enfermera, así que me dediqué a él, lo que le
quedaba de vida. De tiempo en tiempo, seguíamos comunicados con Annabell. Una
tarde de primavera en que conversaba con un amigo en común, se refirió de ella como
la viuda y mi mundo se desmoronó. No quise preguntar detalles, sólo me alejé
(errores de la vida, que después te pasan la cuenta). Fue en Varsovia, cuando
nos volvíamos a encontrar. Su estampa británica, sobresalía entre las polacas.
Nos miramos, sonreímos e hicimos un brindis a la distancia. No me atrevía a
acercarme, ahora que conocía su secreto (al menos eso era lo que yo suponía) Y
por eso no me hablaste todo éste tiempo, me reclamó en la pieza del hotel,
mientras se vestía. No puedo creerlo, ustedes los hombres a veces son peores
que nosotras, de verdad no lo puedo creer. Pero ¿que tenía de malo ser viuda? –
repuso, al tiempo que se abotonaba la blusa…no sé…traté de contestar, me sentí
ridículo.
Bueno querido,
la viuda se va, tengo que regresar a Londres dijo con una sonrisa en el rostro
(no recuerdo otro momento en que la viera sonreír de esa manera) Al poco
tiempo, me enteré por Serge, que tenía una relación estable con un diplomático
Polaco quien había conocido justamente en esa ocasión. Pensé que al fin la
vida, le estaba dando un poco de alegría. Cuando nos volvimos a ver en
Bruselas, me confesó que su amante polaco la golpeaba, y que la tenía amenazada
de muerte si pretendía dejarlo. Se refugió en el trabajo tanto como pudo,
asistía a todas las convenciones y eventos posibles, a pesar que en todos lados
era vigilada por agentes polacos. Finalmente el maldito amante, encontró con
quien sustituirla y la abandonó después de eternos tres años. Para entonces Serge
nuestro noble amigo gay (con quien para entonces compartía su apartamento) buscaba
como juntarnos, decía que éramos dos almas solitarias que merecíamos estar
juntos. Annabell, no era la misma, el polaco había dejado marcas en su vida, y
no me refiero a las físicas, aun cuando existían, de hecho en una oportunidad
la lanzó escaleras abajo en su mansión y se fracturó la cadera. Aquí tengo el
tornillo me decía mostrándome la cicatriz en la cadera. La forma de entregarse
también cambió, ya no reaccionaba a las caricias de mis manos como las primeras
citas. Decidí dejarla, no me sentía ni me hacía feliz. El trabajo siempre ha
sido nuestro aliado, para las almas solitarias. En estos últimos veinte años,
no pude mantener una relación estable, en parte por mi trabajo como por un
deseo oculto, que no logré entender hasta encontrarme nuevamente con Annabell,
a solicitud de Serge. Está muy enferma, sería bueno que vinieras a verla.
Cancelé un evento y volé a Paris. En el camino, la voz de Serge, me dio a
entender que la cosa era más grave de lo que imaginaba. Cuando entre a su
habitación, la encontré demacrada, su pelo antes voluminoso, caía sobre sus
hombros sin gracia, y los huesos de las clavículas asomaban cual percha de
colgar en el escote de su camisón blanco. Las ojeras y los labios secos, le
daban un aspecto tenebroso. Serge nos trajo un té, y nos dejó a solas. Me dio
la sensación que anhelaba ese instante con ansias, para su desahogo. Habló de
su niñez, de lo que la marcó el apodo de viuda, del rencor contra sus padres,
el primero por morir y dejarla sola con la estúpida de su madre, y la segunda
por haberla obligado a cargar con sus malas decisiones. La temprana viudez de
su madre, le llevó a negarse la oportunidad de ser esposa y luego madre, huyó
de todo compromiso, por eso le gustaba lo que teníamos, era una relación ideal,
sin ataduras, sin obligaciones, pero cuando la abandoné sintió que
verdaderamente había enviudado. Su relación con el polaco, le provocó adicción
por los somníferos, era la única forma que encontraba para dormir, luego
necesito de fármacos más fuertes. Por eso, el cáncer encontró un nido fácil
donde encubarse, debido a sus bajas defensas, que avanzó como un reptil a su
antojo. No quisiera culparte de nada –repuso en su lecho- sólo contigo logré
ser yo. La noche parisina, asomó por la ventana, y el cansancio de la velada,
la obligó a dormir. Me quedé dos días a su cuidado, la mayor parte del día me
acostaba a su lado y le contaba de algunos viajes, o recordábamos los nuestros.
A ratos me parecía verle sonreír, pero no estaba seguro sino era más bien, una
mueca de dolor. De la agencia, insistían en que volviera al trabajo, era
urgente que viajara a Buenos Aires. Cuando me despedí, de algún modo presentí
que sería la última vez, quise soltar el llanto, pero me contuve. Antes de que
la dejara me tomó la mano y me pidió le hiciera una promesa… si claro, lo que
tú quieras- contesté - prométeme que siempre seré tu viuda preferida. Lo
prometo Annabell –respondí - y logre ver en sus ojos una brizna de luz, antes
de que los cerrara.
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