De vez en cuando, de cuando en
vez, solía decir mi abuelo. Puedo verlo masticando tabaco mientras arreglaba las
flores en el jardín. Es por él, que intento tener un poco de verde, en los
escasos metros donde vivo con mi mujer. Extrañamente a lo que pudiese pensarse,
no le llaman mucho la atención las plantas, las escasas que hay en el
departamento las he comprado yo. De algún modo, intento con ellas, traer el
recuerdo de mi abuelo y su placer por la tierra y la naturaleza. Más de una vez
cuando niño, lo encontraba rígido como un sabueso mirando entre las hojas
totalmente ensimismado. Me acercaba en puntillas, allegándome a su lado sin
hacer ruido, mientras por señas me instaba a apreciar un pequeño insecto entre las
flores. Tenía una verdadera admiración por aquellas minúsculas criaturas. En
una ocasión, lo sorprendí con la cabeza inclinada mirando las páginas de un libro,
me llamó la atención que no estaba dormido y al observar sobre su hombro me
sorprendí con una diminuta arañita que paseaba por las hojas. Era tan pequeña,
que cuando se quedaba quieta se mimetizaba con las letras. Esas cosas que tenía
él, me fueron enseñando a contemplar el mundo, y hago hincapié en la palabra
contemplar, pues solía repetírmela como si fuera necesario me quedara grabada a
fuego. La mayor parte del tiempo paseábamos por el campo, en compañía de su fiel
perro, un hermoso can, que encontramos en una de las tantas caminatas. La
abuela se puso furiosa, cuando nos vio llegar con ese canino huesudo y sucio en
los brazos de mi abuelo. Lo cierto, es que bastó un guiño cómplice, mientras ella
seguía protestando en la cocina, para entender que se quedaría. De inmediato, corrí
al negocio de don Manuel a conseguirme una caja para que durmiera fuera, sobre
un chaleco viejo que ya no usaba. Poco a poco, el cholo con su cola eléctrica y
sus enormes ojos, fue conquistándola, y terminó siendo inseparable. Por las
tardes se tendía a sus pies en la cocina, entre la preparación de alguno de sus
guisos o sus ricos kuchen que de vez en cuando, nos deleitaba a la hora del té.
La abuela, de origen germano, tenía un carácter duro, pero en el fondo era la
mujer más bonachona que he conocido. Sus manos regordetas eran torpes y bruscas
con las caricias, pero santas en la cocina y con el abuelo lo sabíamos. Se
molestaba si los platos no quedaban limpios, una se pasa todo el día cocinando
replicaba cuando dejaba restos, y a pesar que se los daba al cholo, no dejaba
de reprochármelo cada vez que podía. Era yo quien la abrazaba cuando lavaba la
loza, o tejía sentada en el portal, al tiempo que mi abuelo, intentaba leer una
de sus famosas novelas, lo cierto es que la mayor parte de las veces, quedaban en
su regazo, mientras roncaba la siesta. La abuela rezongaba diciendo que se
demoraba más en abrir las páginas que en quedarse dormido. No puedo decirles,
lo maravillosas que eran las vacaciones con ellos. Por eso, de vez en cuando,
me siento en la terraza a contemplar el paisaje tan lleno de cemento donde pasa
mi vida, añoro volver a ser el niño que visitaba su casa, esperando con ansias
me saliera al encuentro el cholo, al tiempo que en el umbral asomaran la figura
de los seres más maravillosos que me pudo tocar en la vida. Cierro los ojos y puedo
verles, mi abuelo tomándola por el hombro esperándome con la sonrisa en sus
labios, como lo hiciera cada verano de mi niñez.
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