Doña Magdalena es de aquellas
comerciantes que van quedando a la antigua, y es porque su padre también tuvo
almacén, por eso cuando da un vuelto se toma el tiempo suficiente para entregar
hasta el último centavo.
Aquella mañana Gustavo, un
empleado de una textil, estaba como siempre apurado, más no quiso ser descortés
con ella, y espero el ritual pacientemente, mientras la mujer contaba en voz
alta el vuelto que le entregaba. Molesto por el atraso que aquello provocó, al
salir del almacén lanzó a la calle dos monedas de cinco pesos, las que fueron a
parar distantes una de la otra.
Una madre a esa misma hora
llevaba a su pequeño hijo al jardín, el cual semidormido caminaba con la cabecita
gacha. De pronto sus ojos se iluminaron por el brillo que emitía una de las
monedas, soltándose de la mano de su
madre, corrió a cogerla y una vez en su mano le gritó, mira mamita me encontré
una moneda de oro, ¡¡¡soy rico!!! Exclamó dichoso. Minutos más tarde, salía aún
más contento del almacén de doña Magdalena, convencido que la barra de
chocolate que tenía en el bolsillo, la había comprado con su monedita de oro.
La sonrisa de su hijo, alegró la mañana a su madre quien después de darle un
apretado beso, corrió para no llegar tarde a su trabajo.
En el trayecto se topó con Malungo
(como le decían en el barrio a aquel hombre de la calle que dormía por el
sector) y que le pidió una moneda como solía hacerlo todas las mañanas. Ella fiel
al ritual se la dio pues el hombre le
recordaba mucho a su padre. Él siguió su camino y antes de llegar al almacén de
doña Magdalena, encontró la otra monedita. Se agachó con el esfuerzo que le
tomaban los años, la besó mirando al cielo “una monedita de la suerte” - se
dijo, convencido que ese sería un buen día.
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