La
música estridente llegaba desde la parte baja del edificio, tal si fuera una
babosa espesa y maloliente reptando por los muros y ventanas de la vecindad,
dejando tras de sí su pegajosa estela, matizando el paisaje de colores
deprimentes y desgastados, que acentuaban más la pobreza de aquel barrio porteño. Los fines de semanas aquella
cantera, solía repletarse de obreros y mujerzuelas, que deambulaban por las
calles buscando algo de compañía, tal vez tratando de saciar el vacio de sus
almas pérdidas. En un mísero cuarto del quinto piso, una joven sostenía entre
sus brazos a su bebé intentando hacerla dormir. De algún modo era también una
de esas almas errantes, que necesitaba refugio y que en su fragilidad intentaba
huir de ese submundo que la tenía atrapada, desde que su madre le abandonara. A
su padre nunca llegó a conocerle. Pese a mantener cerrada la única ventana que
apenas iluminaba la habitación, el hedor de la cocinería y la música infernal
se colaban como lenguas reptiles por las ranuras del marco de madera,
contaminando con su presencia el espacio que la albergaba. Estaba sola, pero
nada la intimidaba. A pesar de sus escasos diecisiete años, gozaba de una
contextura robusta, que siempre la había obligado a cumplir roles de mujer, quizás
por eso había dado a luz, hacía sólo cinco meses. Por las heridas impregnadas que
llevaba a flor de piel como tatuajes primitivos, no estaba dispuesta a que su
hija tuviera que pasar por lo mismo. No importaba los sacrificios que tuviera
que hacer, lo evitaría a como diera lugar. Las monjas de la Parroquia, cuidaban
de su nena por el día, mientras trabajaba como maestra de cocina, justamente en
la cantera donde nacía el bullicio.
Por
aquellos instantes, tenía la respiración agitada, sus voluminosos pechos
pletóricos de leche materna, se erguían tanto como su orgullo y la furia de sus
ojos se fijaba en la pared como dagas penetrantes. Si hubieses ingresado a la
habitación, habrías podido verla de pié, altanera, firme y aguerrida dispuesta
a masacrarte por defender a su hija. La soledad y la miseria que la acompañaban
desde pequeña como una madrastra, se habían transformado de pronto en aves
rapiñas que con sus grotescas garras le causaban tal dolor como si trataran de despedazar su alma, y eso se lo debía a
Natividad su pequeña, por vez primera la vergüenza le golpeaba el rostro
dejando huellas. Empero, la entereza de su ser, y ese orgullo herido que a
gritos desde lo más profundo le pedía la vendetta, era lo que la sostenía en
pié, y aún cuando las lágrimas brotaban incontroladamente y se deslizaban por
sus gruesas mejillas, tenía por fin un sentido para no dejarse humillar más y
luchar, luchar como una fiera, porque de eso sabía, vaya que sabía.
Recostó
a su nena en la cama arropándola con ternura, al tiempo que se secaba las
lágrimas con el dorso de su mano. Se sentó abatida en el borde de la noche, sus
hombros cedían ante la presión de ser madre a tan temprana edad. Entonces la
música estridente abandonó la habitación por la cortina de su evasiva mente,
que le recriminaba como mujer despechada su pasado. Los recuerdos de su niñez
aparecieron tras una danza de imágenes amargas y deslucidas que terminaron por remecerla
aún más, no pudiendo ya contener más el llanto que doblegó su hidalga figura,
terminando su cuerpo desfalleciente y herido refugiándose bajo las ropas, hasta
quedarse finalmente dormida.
Fue
en ese preciso instante, que un destello de luz, se aventuró por la ventana y
se posó en su regazo, iluminando su rostro y cabellera. Con la dulzura de una
mano protectora acarició sus cabellos, le maquilló su semblante de serenidad, y
pintó sus labios carnosos con un tono de paciencia. Luego como si fuera una
infanta la tomó de la mano para llevarla a correr por campos de trigales. Con sus
pies descalzos se internaba suavemente en el follaje y el vestido blanco que la
envolvía se abanicaba parsimoniosamente ante sus zancadas frescas y ligeras, reía
con la simpleza conque ríen los niños, la felicidad le brotaba con un dulce
aroma lozano. A la distancia una mujer bajo la sombra de un árbol le observaba,
como si le estuviera aguardando desde tiempo. Corrió pensando en el soñado reencuentro
con su madre, sus brazos abiertos parecían alas atrofiadas que le impedían
volar por ese inmenso cielo celeste, que asomaba tras los pastizales; más nada
impidió que siguiera sonriendo y gritando el nombre de su madre hasta llegar a
los brazos de la mujer, que la alzó por los cielos, encontrándose con esos
enormes ojos llorosos que la miraban con ternura y orgullo. Para sorpresa suya,
no era su mamá quien la sostenía, sino ella misma, más añosa quizás, la que terminó
por cobijarla en su pecho como añoraba lo hicieran de niña y fue tan inmensa la
plenitud que la embargó, que no necesito palabras para entender, que fuera
estaba el camino, y que más allá del horizonte, justamente en un campo de
trigales, a la sombra del árbol del tiempo, se encontraría para abrazarse
consigo misma, y llorar de felicidad por el reencuentro.
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