Si hubieses consultado a alguien por la muerte de Wladimir Gutiérrez, con seguridad te hubiesen contestado que nadie lo conocía, pero si en cambio hubieses preguntado por “me falta” te darían todo tipo de pormenores de quizás el velorio más concurrido que haya sucedido en el pueblo de Santa Cruz.
Es que sin duda, no había piedra en ese pueblo desértico que no supiera de la existencia del mendigo más curioso que alguien pudiera haber conocido. Nadie podía precisar cuando llegó, incluso dicen los primeros habitantes que él ya estaba cuando arribaron, lo cierto es que formaba casi parte del paisaje la presencia de aquel mendigo que a pesar de que nunca le faltó nada, siempre conservó esa mueca característica de su rostro que parecía reclamar algo más, y acto seguido cuando le preguntabas que era, solía decir “nada”, dejándote con la sensación de no haber logrado su satisfacción total.
Así era Wladimir Gutiérrez un eterno inconformista que justificaba su desdichada vida, por la carencia siempre de algo, cuando andaba solo por la vida, se le oía decir que lo que le faltaba era una mujer, y aunque nunca lo confesara se sabía de amoríos tormentosos con mujeres jóvenes e incluso vírgenes que cayeron en sus redes, y de más de alguna mujer casada que le abrió sus puertas para pasar el frío de la noche que terminó seducida por éste infame. Lo cierto es que era de esos seres que no pueden ni dejan conocer la felicidad. Cuando añoraba un hijo, se supo de varías crías que le fueron imputadas, pero prefirió negarlas a todas, alejándose del pueblo.
Cuando volvió tiempo después, lo hizo en compañía de su fiel compañero, un pulguiento como él, que nunca le abandonó y que todos conocían como “el perro de me falta” porque Wladimir perdió su identidad bajo ese apodo que lo acompañó hasta su tumba. Fue un apodo que se acomodó a su estatura, a su piel tostada, a su pelo andrajoso, tanto así, que cuando era llamado por su verdadero nombre no atinaba, sólo su apodo le hacía reaccionar.
Fue así, como “me falta” trabajaba un tiempo en cada oficio en el pueblo, incluso hasta el padre Anselmo fracasó en su intento de mantenerlo como sacristán, la maestra Luisa tampoco logró que terminara sus estudios. Lo cierto, es que siempre se las arreglaba para que ocurriera algo que lo obligara a buscar otro camino, que justificara el que se aburriera donde estaba y así volver a mendigar. Ni siquiera la pequeña casa que le construyeron con el esfuerzo de todo el pueblo le satisfizo alguna vez, siempre decía que le faltaba algo y entonces sin más volvía a la calle. Ahí envuelto entre unas mantas abrazado a su perro parecía ser la postal que más le acomodada, ahí podía mantener su eterna postura de “me falta”, esa que compadecía a las mujeres mayores encariñadas con aquel que conocían desde niño.
Lo que nadie podía desestimar era que a pesar de todo, “me falta” poseía cierto ángel en su persona, que hacía que la gente lo quisiera, le confiara sus penas, porque él siempre estaba para todo aquel que lo necesitara, incluso se sabía que había salvado la vida a una mujer engañada y a un hombre cesante que intentaron acabar con sus vidas. Porque si había algo que “me falta” hacía bien, era escuchar. Decía tener siempre todo el tiempo del mundo para ser todo oídos. Y lo hacía con maestría, sabía guardar silencio, aun cuando a veces la ganas de preguntar le mordieran la lengua. De ahí que todo el mundo le tuviera cariño, porque si alguien tenía una pena, sabía que podía contar con “me falta”.
Lo que nadie pudo siquiera vislumbrar es que en el pueblo todos, incluso hasta el padre Anselmo, se acostumbraran tanto a “me falta”. Por eso, lo lloraron en demasía, todos tenían algo de “me falta” que llevaban dentro, la viuda que añoraba su marido, el hombre del negocio que añoraba tener tiempo para descansar, la joven que no encontraba un compañero, aquel cesante eterno que no hallaba trabajo por nombrar algunos, todos de algún modo encontraban refugio en “me falta” y cuando él murió se vieron enfrentados a su cruda realidad.
La mayoría sigue llevando consigo, la costumbre de “me falta” y arrastran la desdicha con ellos. Los menos, al verse sin él, decidieron ir por lo que realmente querían y llenaron el espacio que él dejó.
Dicen que los más débiles y necesitados, aún pelean por quedarse con “el perro de me falta”, de algún modo lo necesitaban para continuar viviendo.
Y tú ¿cuántos Wladimir Gutiérrez has conocido en tu vida, cuantos de ellos viven contigo y cuantos forman parte de ti?
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Saludos, Esteban:
ResponderEliminarEl eterno inconformismo, ese que nunca nos deja sentir que es suficiente. El mismo que al moreno le hace desear ser blanco y rubio y al rubio, moreno; al gordo,flaco y al flaco, gordo, etc. Por qué será que nunca podemos estar conformes con lo que tenemos, por lo que se nos da, por lo que somos o por como estamos? No es envidia, es inconformismo, o como le has rebautizado:"Wladimir Gutiérrez". Es parte de quienes somos como seres humanos, al parecer. Si no fuéramos así quizás nunca hubiésemos desarrollado algo,y no habríamos salido del estado primitivo. Es parte del ser evolutivo que llevamos en el chip, ahora si eso es bueno o malo, dependerá del fin. Es decir: qué logras con esa insatisfacción, si te ayuda a mejorar o no, si te ayuda a superar la condición en la que te puedas encontrar.
Un gran abrazo y muchas gracias por tus palabras, estimado Esteban.
Con gran cariño,
Oriana.