Es tiempo de contemplación, desde la meseta de mis años observo la llanura de mi pasado y el pasto es verde, frondoso. Entonces abro las alas de mi espíritu y planeo de vez en cuando, y me elevo a cada instante buscando la plenitud de mi vida.
Noche de luna
Noche de luna
¡No puedo hacer más! reclamó airada la muchacha que se movía como una fiera herida por la habitación, en respuesta a los reproches de su madre, que con tono duro y amargo criticaba la decisión tomada.
La joven semivestida cargando su bebé pegado al pecho, buscaba entre llanto y rabia, una blusa entre las ropas tiradas sobre su cama. Todo era desorden en su vida, no sólo su pieza con las prendas esparcidas por doquier; su modo de vestir, de pintarse, su juventud pérdida, sus sueños quebrantados, su risa chillona arrancada una noche de lujuria, todo, todo, todo en su entorno, era un absoluto caos. La madre, mujer de años, ya no se valía por si sola y compartía sus miserias, siendo carga adicional para Leonor. En el umbral de la puerta, con su mirada pérdida en el cielo escamado pintado de un tono amarillento, pedíale a dios y a la virgen se compadecieran de su niña.
Las sombras empapadas de tormento ingresaban por la única ventana que tenían las dos piezas que arrendaban. Leonor a sus cortos veintidós años, llevaba el cansancio de la vida, ya impregnado en su rostro traslúcido. Maternalmente retiró de su pecho la menor dormida, que quería seguir mamando, la recostó entre las dos almohadas de su cama, y miró a su madre de modo suplicante. Ella entendiendo el mensaje y a pesar de su enojo, dijo: ve, yo la cuido.
Descargó su alivio con todo el peso de su cuerpo y se quedó pegada un instante a su bebita, mientras una lágrima corría por su mejilla. Terminó de abrochar su blusa frente a la ventana que le servía como espejo, arregló su frondosa melena oscura y terminó de maquillarse. El silencio se paseaba entre las mujeres como un paciente enemigo, que anhelaba encontrar el momento para dar su estocada. Ofuscada la mujer, resoplaba su malestar, maldecía la vida y escupía su odio que parecía quedar impregnado en las paredes. No es justo, se decía para sí, y sus pesares parecían retumbar en su cabeza de cabellos canos, cansada de tanto lidiar en el pasado, viendo como el destino no satisfecho de burlarse de su vida entera, ahora hacía presa a su nena.
Leonor, dejó un par de billetes sobre el velador como en son de tregua, y antes de salir, tomó el rostro arrugado de su vieja entre sus pequeñas manos, posó su frente en la de ella y casi susurrando, le dijo ¡No puedo hacer más, mamá!. Esas palabras se clavaron como una estocada en el corazón del silencio que cayó inerte entre ambas. Se abrazaron, una suplicando, la otra resignándose, ambas atrapadas por sus destinos. Bajó las escaleras casi corriendo, con sus zapatos en la mano, haciendo crujir con sus lozanos pies descalzos los viejos escalones de la casona.
El frío nocturno le dio las buenas noches, mientras caminaba a prisa con sus piernas patulecas por las calles rumbo al puerto. El viento se coló entre su blusa, y le refrescó sus pechos, aquellos que hace unos instantes amamantaban a su princesa. Miró la luna, al tiempo que cerró su abrigo, mientras el infame destino le aguardaba en una esquina.
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