Me senté deprimido en aquel café, sin mirar a la mesera que vino a atenderme, pedí un cortado y me sumergí en una serie de lamentos odiosos. Al parecer estaba en uno de esos días, en que amaneces con el alma gris, y la necesidad de sentirte desdichado pareciera ser el único acicate para aquel instante. Fue entonces que ella me vió, se acercó con una sonrisa fresca y trató de reanimarme. Primero me habló del frío de mis manos y mi rostro, de lo feliz que podía sentirme en ese instante por ese placer; sí, el frío era placentero. La quedé mirando con el ceño arrugado, no entendiendo lo que me estaba hablando. Me dolían hasta las orejas aquella mañana por el frío, y ¿quería que lo encontrara placentero?. No dejaba de sonreír, e insistía en que aquello podía transformarlo en algo deleitable. Seguía sin entender, ¿ahora se trataba de transformar algo desagradable en placer? Arrugó la nariz, exactamente así como lo planteas – no –contestó. Sólo que no es necesario quejarse por el frío, deberías agradecerlo- siguió. ¡Ah no!, esto ya es demasiado -me dije. ¡Sáquenme esta comadre de aquí!, ¿de donde se habrá escapado?. Apoyaba su rostro en su mano izquierda y me pidió que le tocase su pequeña nariz, color rojillo que le asentaba a su rostro coqueto. Esta helada también –agregué. Pero estoy feliz de eso –me contestó. No quise decir nada, aunque con los ojos creo lo dije todo (seguía pensando que estaba algo loca, pero sentía curiosidad por lo que diría). Te voy a decir por qué estoy feliz de que mi nariz esté helada, aunque no me gusta que se me ponga roja – agregó- pero bueno, nada en la vida es perfecto. Como te decía, el hecho de sentir frío hace que tome conciencia de ella, tú dirás que no es necesario el frío, y que bastaría que me la mirara en el espejo, o me la toque. Pero no es lo mismo, el frío me causa un pequeño dolor, que me hace recordarla que está ahí, me hace consciente de que más que estar en mi rostro como un bello adorno, está para cumplir una función, me recuerda que es uno de mis sentidos. Uno de los cinco con que cuento para disfrutar la vida. En eso llegó mi café cortado, pedí otro y aquel se lo di a ella, que lo aceptó agradecida. Primero lo apretó con sus manos pequeñas, arrugó el entrecejo y exclamó un ¡que rico! apretadito, juguetón, diáfano, luego lo acercó a su naricilla y disfrutó del aroma del café. Me habló de los recuerdos que emanaban de una taza de café, de amigos, de conquistas, de reuniones de trabajo, de citas, de aquellos seres queridos, de algunos lugares, de sensaciones. Me olvidé de todo y viajé por los instantes de dicha en compañía de una taza de café, vino a mi memoria un tazón grande de café con leche junto a mi mamá en la cocina, a mi familia, en un campamento con mis amigos, sosteniéndolo como tesoro. O como aquella tarde lluviosa, vivida hace ya varios años, ¡cuanto anhelaba uno!, mientras mis ropas estilaban y mis pies mojados demandaban una estufa. Bebió un sorbo y me pareció sentir el líquido caliente que ingresaba en ella, como la recorría placenteramente, su sonrisa luminosa, dejó escapar un suspiro bañado de vapor, y sin decir nada acercó su rostro al mío. Pensé en que me daría un beso, cerré los ojos esperando aquellos labios húmedos con aroma a café. Sólo escuché la voz de la mesera que pedía recibiera el cortado y me preguntaba si quería algo más. Miré a mí alrededor, sólo una pareja conversaba en el local. Bebí rápido el contenido y cancelé. Salí a la calle con la nariz encendida, me recibió el frío y el viento golpeó con su aliento gélido mi rostro, pero esta vez, no bajé la cabeza, sólo caminé con las manos en los bolsillos, en tanto mi nariz helada disfrutaba del frío otoñal.
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