Ahí estaba
sentada en el avión con destino a Guatemala, un país que no conocía y donde
nadie la esperaba. Dejaba atrás a sus dos hijos. Llevaba planeando este viaje
desde hace un tiempo, cuando le descubrieron el cáncer de mamas. Se había
levantado temprano, luego de un baño reparador, tomó una maleta pequeña y
colocó algunas prendas y se dirigió al aeropuerto. Llegó con tiempo para desayunar
en una cafetería y se dedicó a mirar a la gente que se movía de aquí para allá.
Jóvenes que no se despegaban de sus celulares, una madre atareada con sus hijos
y un bebé en brazo que no dejaba de llorar, un matrimonio de adultos mayores
que lo hacían todo como en cámara lenta, cómo si el tiempo no importara, todo
lo contrario, a ejecutivos de empresas con sus computadores o celulares, todos parecían
tener algún propósito, dirigirse a algún destino donde los esperaban. A sus
sesenta y tres años, tomando un café con una deliciosa media luna, contemplaba
la muchedumbre como un espectador sin ningún futuro, con una pena que le calaba
las venas, se sentía ausente, aparentemente invisible. Un hombre en una mesa
cercana leía el periódico, mientras una jovencita atendía a una pareja de recién
casados que se besaban hasta ser hostigosos. En una pantalla se mostraba la
publicidad de viajar al caribe, sol, playas, hermosas mujeres en bikinis, la
vida parecía un torbellino a su alrededor. Pensó en su historia mientras una
lágrima se deslizaba por su arrugada mejilla. Sentía que despertaba de una
terrible pesadilla, no por el diagnóstico del cáncer eso era lo de menos, lo
que más le angustiaba era no haber despertado antes. Siempre fue una mujer de
casa, se lo pasó limpiando, ordenando, lavando ropa, cocinando, para que otros
vivieran ¿cómo pudo conformarse con ese tipo de vida tan insulsa? La pregunta
le sonaba como una gran bofetada, que le ardía en el fondo de su alma. Su
esposo médico de profesión, siempre le dedicó el tiempo que tenía de sobra,
pues aparte de embarazarla dos veces, nunca fue de mayor dedicación a su
persona. El hospital, los turnos, la clínica y las urgencias nocturnas de sus
pacientes embarazadas o post embarazo fueron siempre su prioridad. Por eso se
refugió en sus hijos, eran su única preocupación mientras fueron creciendo
hasta hacerse hombres. Se llevaban por dos años. Rubén el mayor, nunca dio
problemas, responsable, tranquilo, ejemplar, en cambio Joaquín inquieto,
desordenado, niño problema, le sacó canas verdes en su pre y adolescencia.
Ambos ya no vivían en casa. Justo cuando la vida debía comenzar para ella, se
presentó el cáncer para decirle, llegó tu hora, tienes sólo seis meses de vida.
Al principio se lo pasaba llorando, en una visita de sus infaltables amigas, una
de ellas comentó que en una situación parecida “yo me quito la vida, no voy
a hacer carga de mis hijos” En ese momento no le tomó mayor atención a
estas palabras, pero una noche de agosto, empezaron a hacer mella en su
conciencia. Al día siguiente, se quedó mirando a su marido, estaba mayor,
gordo, pelado, malgenio y se dijo, no vale la pena que siga cuidando de él, ya
lo hice demasiado tiempo -musitó para sí. Rubén venía los fines de semana a dejarle la
ropa para que se la planchara, pues decía, que nadie lo hacía cómo ella.
Joaquín, de vez en cuando le llamaba, las más de las veces, era cuando le
faltaba plata. No era el mejor de los escenarios para terminar sus días, entonces
decidió desaparecer. Esa misma mañana, se acercó a una agencia, y mientras
esperaba ser atendida, cogió un folleto de Guatemala, se lo quedó mirando
ensimismada, sin pensarlo, decidió que ese sería su destino. Revisó sus
ahorros, sacó cuentas y para estar más aliviada en sus gastos, le pidió dinero
extra a su marido, diciéndole que quería renovar el cerámico del baño. Le dejó
un cheque en blanco sobre la mesa del comedor y se despidió con un beso en la
frente.
Su asiento era del
lado de la ventana, quería empezar a verlo todo. Una mujer de color, algo
regordeta, se sentó a su lado, pero eso no le incomodó. Sin mediar, la mujer
comenzó a hablarle. Tenía un timbre alegre, algo chillón, se quedó sin aire
cuando Manuela le comentó que era primera vez que viajaba sola fuera de su
país, y que no conocía a nadie en Guatemala, ¡pero mujer que bicho te picó! – exclamó
sorprendida, al tiempo que se pasaba un pañuelo por su cuello, secándose el
sudor. Estos aviones tan cerrados siempre me hacen transpirar, seguía diciendo,
Manuela con un tono plano, le comentaba, el bicho que me picó fue el cáncer.
Irma quedó desorientada. ¡Ay, niña, ese bicho si que es malo! Siguieron
conversando como grandes amigas, hasta el aterrizaje. Cuando llegaron al
Aeropuerto, Irma insistió en que fuera su huésped. Un hombre grueso de color le
hacía señas con su sombrero. Ambos se abrazaron como dos adolescentes
enamorados, Manuela los observó con un dejó de envidia. José tomó la maleta con
una sonrisa blanca y abrazando a su mujer invitó a Manuela a seguirlos. Un
Cadillac del año 52, celeste con blanco los esperaba en el estacionamiento.
Prendió la radio para poner música ranchera que entonó durante el camino a una
pequeña casa en la ciudad de Villa Canales. Un gran danés y un labrador fueron
los primeros en salir a recibirlos. Manuela se encontraba fascinada por el
paisaje, una parte de ella trataba de imaginarse en sus quehaceres a esa hora
del día, pero la alegría de Irma y José, rápidamente la sacaban de sus
cavilaciones. Ven amiga, entra en mi humilde morada, seis cabecitas negras
salieron a su encuentro, eran dos hijos de Irma, y cuatro sobrinos que con
poleras y short danzaban descalzos a abrazarlos. El jubilo era contagioso, tal
que Manuela se quedó abrazada al más pequeño de ojos negros saltones llamado
Samuel. Tenía la misma sonrisa de su padre. Irma, se pasaba el pañuelo por su
cuello grueso, mientras mandaba a los muchachos a hacer esto u aquello, trae
limonada Miguel, vamos niño muévete, lleven la maleta de mi amiga a su
habitación, limpien aquello, saquen a los perros, que pasa con el ventilador
que no lo prenden. En el umbral, Manuela presenciaba todo como la espectadora
de una película, tal cómo lo hiciera de niña con sus padres los domingos.
Aquellos años fueron los mejores de su vida, su padre de traje, su madre vestida
de dos piezas y ella con su vestido azul y sus zapatos de charol, el helado de
frutilla a la salida de la matiné y lo que más disfrutaba era el camino a casa
tomada de la mano de su padre. Ese hombre enorme que la protegiera, hasta el
día que la entregó a su marido en la iglesia. Nunca pudo borrarse de su mente,
la tristeza de sus ojos el día de su matrimonio, no sabía si era por el hecho
de casarse o porque su pequeña ya no le pertenecía cómo él siempre decía antes
de dormir. De pocas palabras, su viejo, un hombre de sacrificio, profesor de
historia, tenía un corazón noble, que fue lo que enamoró a su madre. Se conocieron
cuando ella terminaba el colegio, siempre lo veía en el almacén de la abuela
Ana. Peinado a la gomina, lentes de marco negro y una sonrisa afable, le
saludaba con respeto al pasar, ante la mirada atenta de sus compañeras de
colegio, que le animaban a acercársele. Mi padre, tímido sólo era capaz de
mirarla, a pesar de ser varios años mayor. Nunca se atrevió a dirigirle la
palabra, y de no haber sido por Flor, la mejor amiga de mamá, no se hubieran
conocido. Fue quien los presentó y quien animó a mamá, para que lo invitara a
su fiesta de graduación. Esa noche, mi padre, movido por unos tragos de más,
sin siquiera haber conversado mucho, la besó. Mamá, se sintió ofendida, y le
abofeteó. No hablaron ninguna palabra de vuelta a su casa. Se despidieron. Mi
padre avergonzado, pidió perdón por su atrevimiento. Mamá no contestó. Tuvo que
ser nuevamente Flor la que interviniera e hicieron las pases. Salieron durante
tres meses, fue mi madre, la que esta vez, lo besó y desde ese día, nunca más
se separaron. La vida quiso que fuera hija única, después de dos pérdidas.
Quizás por eso, su padre, era sobreprotector, en el fondo siempre tenía la
esperanza que yo fuera una mujer distinta, profesional, independiente. Eso, lo
entendí después de mi matrimonio con Sergio. Embelesada por su galantería, me
dejé llevar y quedé embarazada cuando cursaba el primer año de enfermería. Eso
la obligó a dejar los estudios y convertirse en sólo una dueña de casa.
¿Quién es la
mujer blanca? -preguntó uno de los
sobrinos. ¡Niño! ¡No seas impertinente!, eso no se pregunta, es una antigua
amiga que vino a verme, y se quedará por un tiempo con nosotros. Manuela algo
incómoda con la situación, quiso manifestar que estaba de visita, pero un gesto
de Irma la paralizó. Me gusta esta tía afirmó con inocencia el pequeño Samuel y
la abrazó. Por una extraña razón, tanto el niño como el labrador sintieron una
afinidad por Manuela y no se despegaban de su lado. Esa noche, cocinaron un
lechón a las brasas, con muchas ensaladas y se sentaron todos a la mesa, el
ambiente era de alegría familiar, Manuela los miraba con desconcierto, no podía
creer que, en menos de veinticuatro horas, su vida hubiera sufrido un giro tan
rotundo. Estaba en otro país, con gente que no conocía y que la recibía como si
fuera parte de la familia. José estaba muy animado, sacó una guitarra algo
empolvada y digámoslo bastante desafinada con la que entonó rancheras que tanto
le gustaban, todos cantaban, daban palmas y los niños bailaban a diferentes
ritmos, la vida le sonreía. Antes de irse a dormir, ya cansada por el viaje y
el trajín del día, José destapó una botella de ron e insistió para que se
animara a tomar un vasito. El primero llevó al segundo y al tercero. Mareada se
disculpó para irse a su habitación. Se recostó, cruzó los brazos sobre su pecho
y soltó el llanto, esta vez sus lágrimas no eran de pena o lástima, sino de
agradecimiento por este lindo momento, le parecía un sueño, estaba tan alegre
que no pensó en su enfermedad y en sus achaques. Se sentía tan plena, que en
ese momento le habló a Dios, y le dijo que, sí es tu decisión que parta, puedes
llevarme, su alma estaba en paz. Se quedó dormida con estas plegarias.
El sol y el
canto de Tucanes le dieron los buenos días, en la casa ya había movimiento.
José se preparaba para salir a vender en su vieja camioneta. Irma la esperaba
con un suculento desayuno, no estaba acostumbrada a que la atendieran, se
sintió intranquila, pero Irma no era de rodeos, así que la tomó de un brazo y
la sentó al lado de su marido. Un café con leche caliente servido en un tazón
le esperaba, un vaso de jugo de fruta, un par de huevos fritos y fruta fresca
picada en rodajas formaban parte del desayuno. ¡Coma no más! insistió José para
animarla. Se sirvió de todo, como una adolescente. Al termino de desayunar, se
estaba levantando rápido a lavar la loza. ¡Siéntate mujer! -exclamó Irma, al
tiempo que se llevaba un trozo de pan a la boca. Eres mi visita, no tienes que
hacer esas cosas, disfruta. La miró con ojos de niña avergonzada y musitó – no
puedo abusar de tanta hospitalidad, ¡no es nada! – eres una buena mujer, me
caes muy bien, además le agradas a Sansón (así se llamaba el labrador) y él es
muy perceptivo, no se da con cualquier persona. José se despidió y se subió a
la camioneta. Estaba contento, la llegada de Manuela le servía de compañía a su
mujer, la veía contenta, animosa. Las mujeres se quedaron conversando como dos
amigas que no se veían por años, y se ponían al día. Los niños jugaban entrando
y saliendo de la casa. Mientras escuchaba la historia de Irma, no dejaba de
pensar que hacía allí, por más cómoda que se sintiera, no correspondía seguir
abusando de la hospitalidad -pensaba. En un momento, la interrumpió y le hizo
ver su sentir a Irma, quien apagó su sonrisa con una leve mueca y antes de que
terminara, la interrumpió. Mujer me has contado que prácticamente has venido a
morir a mi país, un lugar donde no te esperaba nadie, que lo hiciste para no
ser una carga para tus hijos ni tu marido, pero nada en la vida es al azar, si
nuestras vidas se han cruzado es por algo, aunque no lo creas, me ha hecho bien
que éstes acá, tengo alguien con quien conversar mis cosas, cosas de mujeres,
que importa que no seas mi familia, no por eso no puedes ser mi amiga y si son
días, semanas o meses los que te quedan de vida, déjame ayudarte a que sean los
mejores de tu vida, siempre quise tener una hija, ya se que tenemos casi la
misma edad, pero déjame regalonearte, tienes algo especial que no sé qué es,
pero irradias bondad y me hace bien. Le tomó la mano – y con los ojos llorosos,
tengo mucho miedo, estoy desorientada, no sé porque vine a tu país, pero de
algún modo, aunque parezca loco, me siento en casa, confío en ti, pero no vine
para ser tu carga, se ve que tienes mucho que lidiar con estos niños…Irma llevó
su mano a la boca de Manuela, ambas mujeres se quedaron mirando, comunicándose
en silencio, y se dieron un abrazo. En eso sintieron los bracitos pequeños de Samuel
que abrazaba a ambas.
Desde ese día,
se hicieron inseparables, hacían todo juntas, iban de compras, paseaban,
compartían el día a día. En una ocasión, Manuela se dio cuenta que ya no le
quedaban pastillas para la presión, no se hizo problemas, consciente de que su
descanso tenía pronta fecha dejó de consumirlas. En una de las salidas, reparó
en una casa abandonada. Le preguntó a Irma por sus dueños, quien le confesó que
habían muertos hace un par de años y desde entonces nadie la usaba. Quiso
comprarla y le pidió ir con los herederos, quienes tras conocer su historia
optaron por regalársela. Empezaron a arreglarla y todos en el barrio se fueron
animando y ofrecieron su ayuda, en menos de un mes, la casa estaba totalmente
habitable. Cuando Irma, le preguntó que haría con la propiedad, le comentó su
proyecto. Era hora de ayudar a otras que estuvieran pasando por lo mismo y se
sentía con la obligación de devolver la mano, quería ofrecer a las mujeres un
lugar digno para sus últimos días. Cómo no quería figurar, le pidió a Irma que
fuera la administradora. La casa de reposo se llamó “La desconocida” como una
manera de ocultar la identidad de Manuela. Las mujeres que llegaban debían
tener enfermedades terminales. Manuela e Irma, serían sus cuidadoras. Una nieta
que estudiaba enfermería se ofreció como voluntaria a cambio del cuidado de su
abuela, otras mujeres donaban cosas para venderlas, lo cierto que todo el mundo
quería apoyar tan noble causa.
Manuela, cumplía un año en Villa Canales,
había dejado sus píldoras de la presión y el cáncer parecía no avanzar tan
raudamente. El mantenerse activa, le había servido de terapia curativa. De
tanto en tanto se acordaba de su marido y sus hijos, se sentía aliviada saber
que no le habían ubicado.
Fue la foto que
subió la nieta a Instagram, la que sirvió a Joaquín, descubrir el paradero de
su madre. Sin decirle nada a su padre y hermano, tomó el avión a Guatemala.
Cuando llegó a Villa Canales dio con la casona. En la recepción había un cartel
que decía “Toda mujer con enfermedad terminal debe tener un lugar digno
dónde morir” a pie de firma, salía el nombre de su madre cómo fundadora.
Pensó que había llegado demasiado tarde. Irma salió a su encuentro. Se presentó
y preguntó por su madre. Le señaló el jardín. Ahí la encontró recostada en una
silla, rodeada de un hermoso jardín. A sus pies un labrador.
Cuando abrió sus
ojos encontró a su hijo que la observaba, sobraron las palabras. La besó con
ternura y le pidió perdón. Se sentó a su lado, y apoyó su cabeza en su regazo.
Irma contemplaba la escena, con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos.
El patio pareció
iluminarse. Manuela acariciaba el cabello de su hijo, Sansón se había arrimado
al joven, quien también le hacía cariño, lanzó un suspiro largo y profundo,
feliz, plena, antes de cerrar sus ojos y dormir en la eternidad.
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